Afortunadamente en la actualidad nuestras Fuerzas Armadas forman parte de un debate público nacional de carácter abierto, democrático y plural sobre el exacto papel que ellas deben realizar en beneficio de nuestra sociedad; de manera especial se discute su labor en materia de seguridad interior.

Como en otras latitudes, este momento histórico no es casual, pues México —al abrirse a la globalización— también lo hizo al pernicioso fenómeno de la delincuencia trasnacional, misma que aprovecha las lagunas, asimetrías y deferencias entre las naciones que intentan acrecentar sus lazos de desarrollo.

Ese lamentable tipo de criminalidad se agrava tanto por nuestra condición geográfica como por el innegable hecho de que nos hemos convertido para ella en un redituable mercado interno, el cual es objeto de delitos de diversa índole, que superan con mucho al mero fenómeno del narcotráfico.

Se trata de un contexto trágico, sumamente complejo y altamente peligroso, en el cual el Ejército, la Armada y la Fuerza Área mexicanas han emprendido con gran valentía, innegable utilidad e indiscutible disposición, uno de los más apreciados, sacrificados y loables servicios públicos: la protección de la población civil.

Lamentablemente, en la realización de esa difícil labor ha habido, de manera reciente, eventos bien focalizados en virtud de los cuales se ha puesto en entredicho —sólo por algunos sectores— su honorabilidad, su compromiso y su patriotismo, sobre todo por medio de suposiciones no demostradas que prejuzgan su legítima y legal actuación.

Al respecto, voces autorizadas como el penalista Juan Velázquez declaraba que si en estos momentos él fuera soldado, seguramente se sentiría “entre la espada y la pared”: lo primero al estar compelido a realizar una tarea que no corresponde a su formación y lo segundo por carecer de vocación para ejecutarla.

En contra de la tradición institucional, pero pertrechado por una carrera militar intachable y respaldado por el sólido mérito castrense, el destacado general Salvador Cienfuegos Zepeda tomó hace poco la valiente determinación de salir en defensa pública del quehacer en materia de seguridad interior de nuestras Fuerzas Armadas.

Ese llamado público a la sensatez, a la cordura y a la madurez lo hizo con hechos, datos y premisas difíciles de refutar si el asunto se apega a un análisis objetivo, neutral y responsable de la cuestión: ¿Quién se atreverá a regresar a las Fuerzas Armadas a sus cuarteles ante la clara exigencia social de que aún permanezcan en las calles?

Atinó particularmente en señalar los pasos que deben asumir los poderes competentes involucrados en el tema: 1. Debe normarse el papel de las Fuerzas Armadas en materia de seguridad interior. 2. Debe concluirse la profesionalización de las policías en todos los niveles. 3. Debe invariablemente resolverse si existe o no responsabilidad jurídica militar en los casos concretos que sean controvertidos ante la opinión pública.

Asimismo, el general Cienfuegos recordó estos elementos básicos que deben formar parte del consabido debate nacional: 1. La lucha en contra del crimen organizado requiere en realidad que todo el mundo esté involucrado en su combate. 2. Las Fuerzas Armadas no persiguen realizar indefinidamente labores policiacas y nunca las de carácter político, y 3. En el Ejército, la Armada y la Fuerza Área, sus integrantes son objeto de formación, actualización y evaluación permanente, especialmente en derechos humanos.

Debe precisarse que cuando tienen lugar actos indebidos o irregulares en las Fuerzas Armadas, estos son realizados por los militares en lo individual, por lo que de ninguna manera debe condenarse por ese único motivo a toda una institución que protege a la ciudadanía, incluso a costa de valiosas vidas humanas. Además, esas eventuales circunstancias, probablemente serían sancionadas más severamente por la propia justicia militar.

En el caso de Tlatlaya la postura del general Cienfuegos no dejó dudas de la seriedad, contundencia y gravedad de sus palabras sobre este particular: “Yo he insistido en que es importante, urgente, que se lleve a cabo el juicio y si nosotros somos responsables que cada quien reciba el castigo que le corresponda, pero si no lo son, que se diga claramente que los soldados son inocentes”.

Con esta argumentación no se pretende negar o encubrir que toda institución de la República debe mejorar. Sin embargo, el aspecto esencial reside —en nuestra opinión— en que hoy por hoy nuestras Fuerzas Armadas juegan todavía y de forma indiscutible, un rol irreemplazable en el actual combate al narcotráfico, secuestro, extorsión, migración ilegal y trata de personas.

La juiciosa convocatoria del general Cienfuegos resulta —incluso ante la dolorosa nueva fuga de El Chapo Guzmán— en una invitación más que oportuna para la serenidad institucional en tiempos convulsos; para el diálogo reflexivo en momentos de enorme dificultad; para la asunción de responsabilidades en circunstancias hostiles; y, ante todo, para a sacar lo mejor de nosotros mismos ante las adversidades que nos afligen.

El asunto de El Chapo únicamente ha demostrado que con la existencia de este tipo de criminales, el Estado no enfrenta a delincuentes comunes, quienes no deberían —por esa simple razón— gozar de las mismas garantías y prerrogativas que el resto de las personas enjuiciadas o condenadas.

Consejero de la Judicatura Federal de 2009 a 2014

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