A la memoria demócrata e iconoclasta
de Luis González de Alba.

En el plebiscito de Colombia sobre los acuerdos de paz entre el gobierno y las FARC, la sociedad se pronunció profundamente divida: 6.43 millones de electores (50.22%) votaron por el No y 6.37 millones (49.78%) por el Sí. Con una polarización tan marcada y con ese corte por la mitad, incluso un triunfo del apoyo a los acuerdos de paz hubiese resultado en extremo precario.

Sorprendió para bien la capacidad de las autoridades electorales de Colombia para procesar el plebiscito: tanto la Registraduría Nacional del Estado Civil como el Consejo Nacional Electoral dispusieron apenas de cinco semanas para instalar 81 mil 925 mesas electorales, y fueron capaces de ofrecer resultados claros —a pesar del escaso margen de diferencia— una hora después de concluida la votación.

Como viene ocurriendo en diferentes lugares del mundo en fechas recientes, es evidente que las encuestas de intención de voto cada vez resultan menos fiables, al tiempo que se ahonda la distancia entre lo que el grueso de los analistas de la política vaticinan y desean respecto a lo que al final quieren y manifiestan los electores en cada caso concreto. (Advierto que soy de los que erraron: creí, como integrante de la misión internacional de observación electoral del plebiscito, que el domingo por la noche vería en Bogotá el festejo de los partidarios del Sí en vez de asistir con estupefacción a la victoria del No). En el caso de Colombia, sólo quienes habían recorrido el país y conversado con ciudadanos de a pie de distintas procedencias y diferentes historias personales podían leer la creciente adhesión al No y entender sus motivos.

Más allá de la capacidad de pronóstico, como ha escrito Roberto Gargarella: “Los plebiscitos se pueden ganar o perder, … es arrogante asumir que una parte significativa del país no puede votar contra lo que uno desea”, al tiempo que cuestiona “la pertinencia de plebiscitar un acuerdo de 297 páginas a través de un Sí o un No. Ahí, me parece, la democracia no se enaltece: se corre el riesgo de manipularla. Si se pretende la reflexión democrática de la ciudadanía, este camino no es interesante”.

En efecto, tras la aventura del Brexit, es legítimo preguntarse si los complejos problemas que viven las sociedades y democracias contemporáneas pueden ser resueltos en un método binario, en blanco o negro, sobre todo cuando hay tanto matiz en juego, como lo hubo en el Reino Unido hace unos meses y en Colombia hace unos días. Por ejemplo, se puede decir que el plebiscito en el país latinoamericano significó confrontar en las urnas la alternativa entre el rencor y la esperanza. Pero creo que no es tan fácil la
disyuntiva: puede perfectamente haber ciudadanos con rencor por el pasado y a la vez esperanzados, como puede haber gente que sin haber padecido agravios directos no abrace esperanza alguna en el porvenir prometido.

Con los acuerdos de paz, los negociadores trazaron una ruta, complicada, pero ruta al fin; hoy, Colombia carece de ella y ha de rehacerse el camino. En apoyo al No, es cierto, pudieron gravitar el miedo, el enojo guardado, las campañas con mentiras y medias verdades, los instintos primarios y la baja participación (38%). Pero lo cierto es que cuando la política se plantea en código necesariamente excluyente, como un duelo del todo o nada, como una disyuntiva maniquea, la mesa para la polarización y la demagogia está servida.

Consejero del INE

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