Trump ha construido buena parte de su discurso político en torno a la necesidad de defender a los Estados Unidos de un amenazante “Otro”. China y México aparecen en sus discursos, una y otra vez, como los principales enemigos de los estadounidenses, por afectar sus intereses comerciales. Los mexicanos, además, somos señalados como un riesgo particularmente grave. “Nos traen drogas. Nos traen crimen. Nos traen violadores” dijo el ahora presidente en 2015. El fortalecimiento del Ejército norteamericano para lograr la defensa de la Seguridad Nacional se anuncia como uno de los puntos nodales de la nueva administración y como mancuerna de la guerra comercial, que ya tuvo a la industria automotriz mexicana como su primer objetivo. “La administración de Trump está comprometida con una Política Exterior centrada en los intereses americanos y la Seguridad Nacional de América,” se puede leer en la página de la Presidencia de Estados Unidos. Y agrega: “Vamos a reconstruir al Ejército Americano (...) porque nuestra dominación militar debe ser incuestionable”.

Mientras Estados Unidos propone fortalecer a su Ejército para protegerse del enemigo externo, en México nos preparamos para legislar la Seguridad Interior, con el objeto de revestir de legalidad el uso de las fuerzas armadas en contra de nuestra propia población. Mientras el vecino del norte se prepara para construir un muro en nuestra frontera y propone ostentarse hacia fuera como el país con mayor poder militar del mundo, el Estado mexicano busca a su Ejército como la herramienta central para hacerse presente en el país, renunciando de paso a que sean las policías, las escuelas o las clínicas lo que vincule a la ciudadanía con el Estado.

El uso del Ejército divide al mundo entre amigos y enemigos, por formación y función. La Ley de Seguridad Interior busca llevar la lógica de la Defensa Exterior al centro de nuestra sociedad. Las propuestas de los legisladores Roberto Gil y César Camacho, por ejemplo, prevén —con exactamente las mismas palabras— facultar el uso de la fuerza para “controlar, repeler o neutralizar actos de resistencia no agresiva, agresiva o agresiva grave”. Es decir, el Ejército podrá hacer uso de la fuerza —incluso la letal— en contra de la población que “resista”, aun pacíficamente. ¿Que se resista a qué? La definición legal es tan laxa que lo mismo caben campesinos que se manifiestan en contra de la expropiación arbitraria de sus tierras para la construcción de otra mina concesionada de manera opaca, que ciudadanos que protestan pacíficamente por el alza de precio de las gasolinas. Estos grupos serían tan susceptibles de ser destinatarios de la “seguridad interior” como los miembros del crimen organizado.

Hace ya años que el Estado México usa a las Fuerzas Armadas para detener las drogas ilícitas que viajan por nuestro territorio hacia la frontera norte. Con ello retenemos y dispersamos esas drogas en el territorio nacional, de forma que hay más en el país. En contraste, escasos recursos se usan para detener la entrada a México de armas, compradas de forma legal o ilegal en Estados Unidos para enfrentar abiertamente a las instituciones de seguridad mexicanas y que alimentan la violencia homicida que ha reducido la expectativa promedio de vida entre mexicanos. ¿Por qué no está nuestro Ejército protegiendo nuestra frontera de la armas que entran desde el norte bajo la anuencia de los vendedores de armas norteamericanos (y en ocasiones del gobierno, no olvidemos “Receptor Abierto” y “Rápido y Furioso”)? Detener el flujo de armas de norte a sur sería defendernos a nosotros. Lo que hoy hace nuestro gobierno, pretendiendo detener el flujo de drogas de sur a norte, a plomo y sangre, es defender los intereses de otros, no los de nuestros ciudadanos.

División de Estudios Jurídicos. Programa de Política de Drogas. CIDE.
@ cataperezcorrea

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