Hace unos días, el New York Times publicó un artículo alertando sobre la letalidad del Ejército mexicano. En promedio, dice el diario, el Ejército deja ocho personas muertas por cada herido cuando participa en enfrentamientos. La cifra excede por mucho lo que se ha visto en contextos de guerra. El manual de la Cruz Roja Internacional Cirugías en guerras (2010) señala que las armas militares tienen una mortalidad de entre 30 y 40%, o de una muerte por cada tres o cuatro heridos. Es decir, en las guerras hay menos muertos que heridos, pero en México hay más muertos que heridos. ¿Cómo explicar esto? ¿Se trata, como afirma Paul Chevigny al diario norteamericano, de ejecuciones extrajudiciales?

Las cifras del Ejército mexicano no siempre fueron tan elevadas. En una investigación realizada junto con mis colegas de la UNAM, Carlos Silva Forné y Rodrigo Gutiérrez, encontramos que, según datos oficiales, en 2007 (al inicio de la guerra contra las drogas) el índice de letalidad del Ejército en enfrentamientos era de 1.6 muertos por cada herido. Para 2012, el índice había alcanzado 14.7 muertos por cada herido. El uso excesivo de la violencia letal, además, no es exclusivo del Ejército. La Policía Federal alcanzó un índice de 20 muertos por cada herido en 2013, superando las cifras del Ejército para cualquier año.

Los índices no prueban, por sí solos, la existencia —o ausencia— de ejecuciones extrajudiciales, para ello sería necesaria una investigación sobre cada evento. Sin embargo, son una fuerte señal de alarma. Más allá de los eventos escandalosos y ampliamente documentados como Tanhuato o Tlatlaya, las cifras sugieren que existe una política deliberada —o una práctica normalizada— del uso desproporcionado e ilegal de la fuerza letal.

Ante este contexto uno quisiera ver esfuerzos, de todas las autoridades, para implementar serios mecanismos de control que permitan evaluar la legalidad de las actuaciones de las agencias de seguridad; indagaciones serias sobre las circunstancias y características de cada caso en el que se hace uso de la fuerza letal, sobre todo cuando hay indicios de excesos. Pero esto no sucede. Ni el Ejército (desde abril del 2015 ya no registran lo que sucede en enfrentamientos) ni la autoridad civil investigan. En nuestra investigación encontramos que la PGR tenía registrados, entre 2006 y 2014, apenas cinco enfrentamientos en el país, de los miles que reportaban las agencias de seguridad.

¿Qué está haciendo el gobierno? Lejos de garantizar controles eficaces, las leyes que recientemente se aprobaron —o que están por aprobarse— favorecen la opacidad y el exceso del uso de la fuerza. El nuevo Código Militar de Procedimientos Penales, por ejemplo, da facultades al Ejército para inspeccionar el lugar de los hechos o lugares distintos al de los hechos, a inspeccionar personas y vehículos, e incluso, a levantar e identificar cadáveres, todo sin autorización del juez de control y sin la presencia de autoridades civiles. Potestades impensables hace unos años.

La participación de las fuerzas federales en materia de seguridad es un hecho y, al carecer de alternativas reales a corto plazo, su actuación debe regularse. Pero las normas deben estar dirigidas a crear mecanismos efectivos de control sobre sus intervenciones y no simplemente a legalizar los excesos que hoy ocurren. Debe legislarse para garantizar que estas instituciones trabajen bajo el principio de transparencia y sin que pese sobre ellos la sombra de la duda, que tanto les desgasta. Si el Ejército va a cumplir funciones civiles y no castrenses, como lo es la seguridad pública, la regulación de su actuar debe de acercarle a la lógica, responsabilidad y función civil, no a hacer de la seguridad pública un rubro más del fuero militar.

División de Estudios Jurídicos CIDE

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