Nos acercamos a un punto de inflexión trascendental en la historia de la humanidad cuando todas las personas alrededor del planeta estén efectivamente interconectadas por primera vez a través de un medio diseñado por el hombre. Conformado por plataformas de telecomunicaciones y redes digitales del internet, ese medio tendrá un efecto que es a la vez transformativo y disruptivo, y presagia trastornos profundos para la manera en que instrumentamos políticas públicas y garantizamos la seguridad, el bienestar y los derechos individuales y colectivos. El internet no fue concebido al momento de su incepción como una infraestructura global de la cual dependerían cientos de millones de personas. Que una tecnología diseñada en los años setenta haya funcionado tan bien y hoy soporte a cerca de 2 mil millones de usuarios es un hito. Pero esa conectividad abre vulnerabilidades, porque en la simpleza de su objetivo —enlazar— radica la amenaza; cualquiera con acceso a estas redes las puede usar para infligir daño.

La gran paradoja es que a lo largo de la historia, las sociedades han tenido éxito en función de sus interconexiones humanas, y que una de las tensiones seminales del sistema internacional actual se da precisamente entre sociedades abiertas y cerradas. La fase de globalización que hoy vivimos está definida más por la divergencia que la convergencia; más que el achatamiento de diferencias, hay fragmentación, creando un mundo de archipiélagos de poder y de ideas. Lo que más nos conecta, el internet, se ha convertido en el principal campo de batalla —tanto de esas ideas como de la seguridad y el poder militar y económico— de las relaciones internacionales del siglo XXI. Y las nuevas tecnologías digitales están siendo usadas como armas para un nuevo tipo de confrontación. Al hacerse las fronteras más porosas a la información, a las actividades del crimen organizado trasnacional, a datos, al capital o la cultura popular, el tipo de globalización que nos heredó el deshielo bipolar ha hecho más complejo el trabajo del Estado: la seguridad nacional es mucho más difícil de preservar. Este nuevo desorden global digital conlleva tres características. Es asimétrico; la conectividad y las plataformas y redes digitales nivelan el terreno de juego, y actores no estatales —o incluso naciones menos poderosas— pueden minar la seguridad de las potencias, de sus aparatos burocráticos e infraestructura vital. Es vulnerable; entre más conexiones, más puntos de acceso hay para ciberataques o ciberespionaje y todo Estado, organización, corporación o persona es actor o blanco de estas actividades. Y no está regulado; hay una ausencia real de herramientas diplomáticas o de mitigación de riesgo eficaces. Los gobiernos, siempre lentos para adaptarse, no están estructurados de manera en que pueden responder flexible y ágilmente al cambio y a la disrupción. En este momento es prácticamente imposible contener el rango y el origen de amenazas digitales y mientras se llegan a construir mecanismos más eficaces de protección (mediante acuerdos internacionales), gobiernos, sector privado y sociedad tendrán que encontrar mecanismos que a la vez que preserven la fluidez, libertad e independencia en estas redes, nos blinden del abanico de amenazas cibernéticas.

A la vez, la demanda para generar capacidad de resolución de problemas trasnacionales sigue en aumento y no hay paradigmas que puedan dotar claridad estratégica o propiciar unidad de propósito para confrontar todos los retos. El sistema internacional se había tardado en reaccionar en este rubro: ya en 2010 se perfilaban problemas inconmensurables, cuando ese mismo año Google fue penetrado, Wikileaks publicó miles de archivos gubernamentales filtrados y EU e Israel crearon un virus (Stuxnet) para minar el avance del programa nuclear bélico iraní. No cabe duda que ha llegado el momento de avanzar hacia un marco internacional normativo de ciberseguridad. Por ello, no es coincidencia que uno de los temas medulares de la reciente visita de Estado del presidente chino a Washington fuese buscar desactivar la creciente posibilidad de represalias estadounidenses por actividades cibernéticas desde China, y que la semana pasada EL UNIVERSAL dedicase uno de sus editoriales a la ciberseguridad. En este nuevo contexto de inseguridad humana, México tiene que empezar a confrontar el reto por lo que conlleva en función de nuestros intereses y significa por nuestra ubicación geoestratégica y nuestras vulnerabilidades. Obliga tanto al sector público como al privado y a la sociedad a cooperar y entender su interacción de manera distinta al pasado. Nuestro vecino y socio norteamericano ya se dio cuenta que tiene que tomar sin dilación cartas en el asunto; ¿nosotros cuando empezaremos?

Embajador de México.

@Arturo_Sarukhan

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