En la mitología griega, Ananké era la diosa del destino y la personificación de la inevitabilidad, la necesidad y la compulsión. Hoy, la crisis económica en Grecia se cierne como uno de los retos más profundos del 2015. Pero quienes piensen que lo único que está en juego es el futuro de Grecia, se equivocan. La decisión del primer ministro heleno Alexis Tsipras de renunciar y llamar a elecciones anticipadas para permitir la formación de un nuevo gobierno —e idealmente marginar en el proceso al ala más dura de su partido— no es sólo el episodio más reciente de una prolongada agonía griega; en el fondo, ha cimbrado el edificio de la Unión Europea misma. Ante el potencial desmoronamiento de los pilares que hoy sostienen un proyecto de integración europea que cumple ya 70 años, esa crisis encarna, como la diosa Ananké, la inevitabilidad de que Europa reimagine su futuro, la necesidad de reconcebir su entramado institucional y la compulsión de hacer que los europeos vuelven a ser coaccionistas de un destino común.

El origen de la crisis griega —y europea— es político, no económico, y está vinculado a los límites de su unión económica y a las carencias de su unión política. Sí, fue la recesión mundial de 2009 la que detonó el desfondamiento económico griego así como el atolladero en el que está el euro. Pero la causa de fondo —más allá de la mala gestión de sucesivos gobiernos griegos— es la debilidad estructural del proyecto europeo, reflejo de los compromisos alcanzados para acomodar en el corazón de Europa a una Alemania que se reunificaba en 1990 en pleno deshielo bipolar. En ese trueque geopolítico, Berlín aceptó fijar un calendario para la unión monetaria a cambio del apoyo francés e italiano, primordialmente, a la reunificación. Pero todo ello se hizo sin una unión fiscal que hace que hoy el euro sea una moneda incompleta. Tiene un banco central común para todos los países miembros de la unión monetaria pero no tiene una gestión financiera conjunta. Los arquitectos del euro estaban plenamente conscientes de este defecto pero pensaron que cuando ello se volviese aparente, la voluntad política necesaria para resolverlo podría ser detonada. “La historia reciente”, subrayó con toda razón en ese momento el entonces canciller alemán Helmut Kohl, “nos enseña que es absurdo pensar que se puede mantener a largo plazo la unión económica y monetaria sin una unión política”. Pero Kohl, como muchos otros, confiaba en que la integración económica y el sueño europeo de la eventual cesión de soberanía nacional por el bien público común paneuropeo acabarían siendo el catalizador de la integración política. Sin embargo, las condiciones políticas cambiaron profundamente de 1999 —cuando el euro se estableció como moneda común— a 2008, cuando esa necesidad se materializó. Y en el proceso, después del oneroso costo social y económico de su reunificación, Alemania, en su obsesión por la lucha contra la inflación y crecientemente indispuesta a querer impactar los niveles de bienestar social y económico de los alemanes, se convirtió en copartícipe del engrudo institucional y regulatorio que siguió. Tras la turbulencia de la bancarrota de Lehman Brothers, la canciller alemana Angela Merkel insistió en que la responsabilidad fiscal debería recaer en cada país de la UE en lo individual y no sobre la UE en lo colectivo. Eso mató la posibilidad de que pudiese crearse un sistema financiero común justo cuando más se necesitaba.

A partir de ese momento, Grecia, inserta en una crisis más amplia europea, transformó a una Europa que se suponía solidaria. En lugar de una relación entre iguales, hoy hay una relación entre deudores y acreedores. El deterioro de la calidad democrática en muchas naciones, el hartazgo ciudadano con partidos políticos de “más de lo mismo” e incapaces de proveer correas de transmisión entre ciudadanos y política pública, está generando desencanto con el andamiaje europeo. Y tampoco es, como algunos han estereotipado de manera simplista, una lucha entre tecnocracia y democracia. Es entre democracias; Merkel ha sido tan democráticamente electa como Tsipras. Las grandes crisis pueden llevar a grandes convulsiones políticas. Sólo hay que pensar en la Gran Depresión y la caída de la República de Weimar y el surgimiento del fascismo. Cómo se decante Grecia determinará el rumbo futuro de Europa y la manera en que enfrente, entre otros retos, el llamado déficit democrático de la UE, la crisis de refugiados sirios y migrantes africanos en el Mediterráneo o su interacción con una Rusia revisionista. Se dice que nunca hay que desperdiciar una buena crisis. ¿La aprovechará la UE?

Embajador de México.
@Arturo_ Sarukhan

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