Si ya la relación entre médicos y pacientes es ríspida, ¿qué hacer cuando el Estado actúa? Cuando los gobiernos se inmiscuyen en materia de salud, es frecuente que surjan otro tipo de embrollos entre enfermos y doctores. Quienes siempre pierden, son los pacientes, después los médicos y nunca, o casi nunca, el Estado. El advenimiento de las nuevas tecnologías y la posibilidad de mantener con vida a personas muy enfermas complican la situación. Ejemplos sobran. Así como la Medicina se aprende al lado de la cama —clínica significa “al pie de la cama”—, la ética médica se aprende a partir de casos paradigmáticos. Comparto uno.

En julio de 2017 murió en Inglaterra Charlie Gard, un bebé de once meses de edad víctima de una enfermedad genética muy rara —encefalopatía mitocondrial por depleción de ácido desoxirribonucleico—; la enfermedad detiene primero, e inactiva después, la función de las células y de los órganos.

Los bebés afectados por esta patología sufren, entre otras anomalías, daño cerebral e insuficiencia respiratoria; para sobrevivir deben mantenerse conectados a un ventilador —primera disquisición: sin apoyo tecnológico el bebé fallecería—. Debido a la enfermedad, el afectado permaneció internado en un hospital londinense —segunda disquisición: sin recursos económicos la anomalía genética produciría la muerte con “rapidez”—.

De acuerdo con los médicos tratantes, “hasta donde ellos podían saber”, el bebé carecía de conciencia —tercera disquisición: ¿y si fuese consciente?, ¿sufría?—. Los padres querían someter a su hijo a una terapia experimental muy costosa. Hicieron una campaña y juntaron dinero. No hay experiencia en el tratamiento de esta patología. Los galenos encargados, y un segundo grupo de doctores, opinaron que el bebé tenía daño neurológico irreversible; de ahí su conclusión: ninguna terapia ayudaría. Sugirieron terapia paliativa —cuarta disquisición: ¿tienen los padres derecho, en caso de conseguirla, a optar por una terapia experimental a pesar de la opinión contraria de los médicos tratantes?—.

En abril 2017, tres meses antes del fallecimiento, un juez británico y la Suprema Corte Europea de Derechos Humanos decidieron, obviando los esfuerzos de los padres, quienes buscaban ayuda de médicos estadounidenses para tratar a su hijo, que el apoyo tecnológico debería ser retirado —quinta disquisición: priva la opinión del Estado sobre la de los progenitores y quizás, no cuento con datos suficientes, sobre la de los médicos—. Un neurólogo, Michio Hirano, de la Universidad de Columbia, Estados Unidos, ofreció tratar al bebé por medio de terapias experimentales. Los padres consiguieron un millón setecientos mil dólares. El papa Francisco y ¡Donald Trump! apoyaron la decisión —sexta disquisición: los medios de comunicación publicitaron el caso; la información a nivel mundial devino en un binomio impensable: el papa Francisco y Trump se unieron…(¡!)—. El doctor Hirano, a pesar de haber sido invitado a Londres por los médicos encargados del bebé, nunca acudió a revisarlo ni a analizar los estudios. Cuando finalmente estudió los exámenes, una semana antes del fallecimiento, Hirano se desdijo, “la terapia experimental no serviría” —séptima disquisición: ¿es ético que un médico ofrezca tratamiento sin conocer al enfermo ni estudiar la historia clínica? Esa forma de atender, ¿es la nueva cara de la relación médico-paciente?—.

Los galenos del hospital londinense recibieron amenazas de muerte —octava disquisición: ignoro si quienes las profirieron, lo hicieron porque se mantuvo con vida al bebé, o más bien, al contrario, por haber suspendido el tratamiento. No ignoro, en cambio, los probables daños asociados a la mediatización del caso—. La decisión de los jueces británicos de suspender el tratamiento no fue por cuestiones económicas, sino por los intereses del paciente, quien por su edad, no podía decidir —novena disquisición: quién es el responsable de los intereses de un menor de edad, ¿el Estado o los progenitores?

La resolución de tratar o no a un menor de edad suele ser compleja. En algunas naciones —Inglaterra—, la opinión de la Corte prevalece sobre la de los padres; en otras —Estados Unidos—, los progenitores pueden decidir tratar a pesar de que “casi” no existan esperanzas. Los médicos, décima disquisición, pueden decidir no tratar al enfermo si consideran que el tratamiento será fútil.

Un caso, una vida. Diez vericuetos que confrontan las bonanzas de la tecnología, la opinión de los padres, las actitudes de médicos y el poder del Estado.

Notas insomnes. La complejidad del caso y los gastos para mantener con vida al bebé abren otras puertas: la de la justicia social y la de la escasez de recursos médicos.

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