Fui al taller de traducción de Still Waters in the Storm —un proyecto que mejora la vida de un grupo de niños de una comunidad de migrantes, pensado, organizado, ejecutado y sostenido por una sola persona: Stephen Haff.

Entré en contacto con Stephen porque acompañé a mi mujer, Valeria Luiselli, a su local, a donde fue invitada para hablar sobre los menores centroamericanos que migran sólos a los Estados Unidos con los chavitos que atienden al taller de Haff. Ese día, él me contó que un conocido mutuo, profesor de Siglo de Oro en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, iba a asistir al taller del Quijote. ¿Qué es el taller del Quijote?, le pregunté en el Spanglish fluidísimo que de inmediato se instaló como código de comunicación y signo de confianza entre los dos. Todos los lunes y martes, Still Waters in the Storm reúne a 20 niños migrantes, de entre siete y 17 años, que hablan inglés de escuela y español de casa, a traducir el Quijote juntos. Llevan varios meses trabajando, van en el capítulo VIII y planean terminar en cuatro o cinco años.

Por supuesto, fui, en plan de voluntario. Necesitamos siempre, me había dicho Stephen, a tantos asistentes como podamos tener, porque es un proyecto serio.

Still Waters está en un espacio que podría ser un restorán o una tintorería: el primer piso de un edificio en Bushwick, Brooklyn. Es una comunidad que hasta hace muy poco tiempo era exclusivamente migrante por remota y que ahora está siendo colonizada por hipsters, diseñadores de apps, aspirantes a escritores y editores, etcétera. Es un barrio cruzado de cicatrices: uno de los miembros más entusiastas del taller —que yo había conocido cuando fui a la lectura de Valeria— dejó de atender porque sus padres se mudaron a Filadelfia cuando los echaron de su casa de Bushwick para rentársela a alguien de la nueva ola de blancos con salarios titánicos y perrito.

Tuve suerte: el taller de Haff dura dos horas, pero como los traductores son niños, producen un párrafo por sesión, uno y medio si es corto. Me tocó, ni más ni menos, que la sección precisa en la que el Quijote embiste al primer molino y Sancho corre a velocidad de borrico a asistirlo una vez que se lo lleva el viento. Era la escena que los niños llevaban meses esperando y que hizo que, mientras la revisaban, se partieran de risa con el estruendo y la malicia con la que se deben haber carcajeado los lectores originales del Quijote cuando todavía era solo un libro cómico, sin valor agregado.

Sucedió algo notable. En la secuencia cervantina, que refresco para poder explicar lo que pasó, el Quijote ataca al primer molino pensando que es un gigante, pero es un día de brisa, así que la corriente de aire producida por las aspas le empuja la lanza, que lleva fija en el riestre, y ésta lo golpea, así que pierde el equilibrio. Sale volando porque no pesa nada y Rocinante es tan flaco y débil que también se lo lleva el viento. La escena descrita por Cervantes es, entonces, un comentario sobre la ligereza del viejo, sobre su cabeza llena de viento. Para Stephen, que aunque es bilingüe es originalmente an-
gloparlante, como para los niños, que cuando hablan entre si lo hacen en inglés, la escena era completamente distinta: la lanza del Quijote se clava en el aspa del molino y lo eleva, con todo y Rocinante, hasta que la gravedad los hace caer a ambos, entonces ruedan por la loma. El cuadro que ellos leyeron es igual de cómico que el que yo percibí en base al mismo texto, pero es de algún modo opuesto: una meditación sobre peso y densidad.

Stephen, los niños traductores y yo nos hubiéramos quedado discutiendo hasta que las mamás llegaran por sus hijos de no haber sido porque el profesor de Johns Hopkins dirimió el caso: yo, que soy hispanoparlante, estaba interpretando las palabras de Cervantes —tampoco es que la escena esté tan clara— y ellos estaban traduciendo al inglés no el texto mismo, sino su recuerdo del grabado 8 de Doré, en el que, efectivamente, don Quijote y Rocinante son alzados en el aire. Su relación con el español es menos vigorosa que su relación con lo que han visto, naturalmente.

Al día siguiente le conté esta historia a mi editora estadounidense durante el almuerzo. Hablábamos —no se puede hablar de otra cosa en esta ciudad y este país— de los peligros del nuevo gobierno y lo que se puede hacer, a nuestra pequeña escala ciudadana, para contener al Leviatán. Yo estaba en el aire intelectual hispánico, pensando en el arte de interpretar y las neurociencias; ella, en la gravedad y el apego gringo a la tierra, pensando en cómo apoyar de manera efectiva a Stephen Haff para que esos 20 niños terminen de traducir el Quijote en cinco años. Nuestras visiones no eran opuestas, sino complementarias.

Hay tiempos que son una prueba y estos lo son más allá de lo que nuestra generación ha vivido nunca: todo nuestro sistema de creencias está bajo amenaza y todavía no terminamos de entender, a ambos lados de la frontera, cómo fue que llegamos aquí. No conozco a ningún estadounidense que no se muera de vergüenza por las cosas que dice Trump, ni a ningún mexicano que no esté profundamente indignado por la incompetencia de su gobierno. A la mayoría de los gringos y los mexicanos nos juntan un sentido muy hondo de la decencia y un profundo compromiso con el deber en el trabajo. Somos dos naciones curiosas, ultracreativas y aficionadas al cambio y la novedad. Dos países grandes, acostumbrados a los raspones mutuos, pero también a convivir en paz. Todos mis gringos están locos por México y quisieran ser un poco mexicanos, todos mis mexicanos respetan a Estados Unidos y quisieran ser un poco gringos. Hay que saber confrontar, discutir, alzar la voz en defensa de lo bueno, pero hay que recordar, también, que nuestras visiones no son opuestas, se complementan de maravilla. Es sólo que el año es malo: ambos países elegimos gobiernos peores que nosotros y no sabemos qué hacer con ellos. Podemos pasar la crisis si no quitamos el dedo del renglón: traducir al Quijote con niños toma cinco años. Vengan.

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