Un empresario con poca experiencia política y dueño de una retórica más incendiaria que inteligente anuncia que se va a postular como candidato a la presidencia del país, por un partido con cuyas ideas no comulga del todo. Es descendiente de inmigrantes exitosos que lo dejaron en la vida con una posición privilegiada, pero de alguna manera convence a una parte de la población de que su habilidad para conservar sus privilegios sociales, raciales y financieros son visiones de Estado —un silogismo imposible. Tiene un talento innato para comunicar mensajes simples, que encienden a las multitudes. Esos mensajes son a veces francamente peligrosos, pero precisamente porque es el único “político” que se atreve a enviarlos, incrementan su popularidad. Se hace con la candidatura de su partido. No tiene gramática y probablemente no haya leído ni un libro, pero no importa porque su habilidad para insultar a sus oponentes lo pone diario en las primeras notas de los noticieros de televisión y las planas principales de los periódicos. Al final gana la presidencia humillando a su adversario mediante el abuso artero, casi criminal, de una minoría ciudadana que el pulso fascista de la sociedad que lo cobija adora vejar: su oponente se apellidaba “Labastida” y él lo apodaba “La vestida”. El nombre del candidato era Vicente Fox.

Hace ya 16 años que la mayoría de los mexicanos votó por un político irresponsable y verbalmente abusivo, que había prometido desmantelar al gobierno pero no tenía una propuesta clara sobre cómo rearmarlo. La crisis no sólo persiste, se hace cada día más aguda, porque ya se extendió a espacios que la sociedad civil había ganado para si en su lenta, pacífica lucha por la conquista de ciertos bienes simbólicos. Hoy el ejército, necesariamente sordo a la discusión sobre derechos Humanos, es un temible ingrediente activo en la vida civil del país; la libertad de expresión pasa por un momento de fragilidad desconocida, amenazada por la colusión de los gobiernos locales y los grupos criminales; la Presidencia ya no tiene un contrapeso en el Congreso y la independencia de la Suprema Corte está en peligro; dejamos de contar con un instituto electoral en el que pudiéramos confiar.

Y parece que los estadounidenses se encaminan a tomar una decisión similar a la que nosotros tomamos y lo más curioso —sería divertido si no fuera una desgracia— es que los opinócratas que llevaron a Fox a la Presidencia de México al grito de “voto útil” aunque represente a una derecha ignorante, se rasgan las vestiduras porque los gringos están cerca de elegir a otro demagogo incendiario de derecha. Reclaman que el gobierno haga algo, como si fuera posible o correcto intervenir en la política interna de otro país; como si la administración de Peña Nieto tuviera siquiera un mínimo de capital moral y no fuera una vergüenza que nos deja sin argumentos en los foros internacionales.

El panorama es grave: en un escenario equitativo Donald Trump no tiene manera de imponerse sobre Hilary Clinton entre el electorado estadounidense, pero es posible que la pesquisa policial sobre los correos electrónicos de la ex canciller terminen conduciendo a una inhabilitación, si no legal, sí moral y política. En noviembre, los estadounidenses van a votar con la nariz tapada por su candidato: una forma de ejercer la democracia que no sólo conocemos bien en México, tal vez sea la única que conozcamos. Es triste: el periodo electoral que empezó con un giro inesperado hacia políticas más razonables e inclusivas por parte del presidente Obama, los meses que vieron crecer muchísimo a un candidato que proponía devolver al Partido Demócrata a la vocación social de Franklin D. Roosevelt, el año en que la Suprema Corte por fin podría reponerse del daño que le había hecho el conservadurismo y la buena suerte de Ronald Reagan, termina en el borde del abismo al que ya saltamos los mexicanos. ¿Quién iba a pensar que el adjetivo con que se podría calificar nuestra manera de votar no era “irresponsable” o “idiota”, sino “vanguardista”?

Cada que el ex presidente Fox se acerca a un medio masivo o incluso a su cuenta de Twitter, millones de mexicanos se mueren de vergüenza. Queda de patético consuelo que ya no estamos solos en el sentimiento: cada que Trump abre la boca, la mayoría de los estadounidenses, incluyendo a los dirigentes del partido que ahora encabeza, quisieran que se los tragara la tierra. Chente y Donald se imprecan, nosotros nos ponemos rojos. En algún momento fuimos arrastrados al sueño de unos tontos y, por primera vez en una vida en que el único sentimiento común a mi experiencia de observador de la política es la decepción, de verdad no tengo idea de qué podamos hacer para salirnos.

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