“Sería verdaderamente algo más que lamentable, imperdonable, una nueva fuga de El Chapo Guzmán”. “Todos los días le pregunto al titular de Gobernación ¿lo tienes bien vigilado? ¿estás seguro?, porque es una responsabilidad del Estado mexicano que la fuga ocurrida hace unos años nunca más se vuelva a repetir”, respondió tajante Enrique Peña Nieto a la pregunta de León Krauze en febrero de 2014. El Chapo se volvió a fugar.

Visité por primera vez el penal de máxima seguridad del Altiplano en 1994 para entrevistar a Mario Aburto, como parte de la comisión legislativa que hizo el seguimiento de las investigaciones sobre el asesinato de Luis Donaldo Colosio. Recuerdo cómo tras pasar diversos puntos de revisión y otras tantas exclusas de seguridad, las autoridades penitenciarias presumían esa inmensa mole de acero y concreto regida por los controles más estrictos de seguridad: bardas perimetrales; cinturones de seguridad; rotación permanente de custodios y personal administrativo; vigilancia las 24 horas del día sobre cada uno de los internos —quienes deben permanecer segregados del resto de los internos— físicamente o mediante videocámaras; revisión periódica de las instalaciones y sus inmediaciones, y una sólida construcción, desde los cimientos hasta sus muros, que la hacían inexpugnable. Lo fue.

Acudí ayer como parte de la Comisión Bicameral de Seguridad Nacional a un escenario totalmente distinto.

Siendo secretario de Gobierno del Distrito Federal se construyeron dos penales de mediana seguridad en Iztapalapa. Cabe señalar que en México no existen normas ni estándares oficiales para la construcción de centros penitenciarios. Pese a ello, retomando experiencias internacionales los muros de los cinturones de seguridad, al igual que los pisos y las cimentaciones, se construyeron con concreto armado e incluso con placas de acero, con un profundidad de al menos ocho metros y con un espesor mínimo de 20 centímetros en los pisos, por lo que para su perforación se requiere del uso de explosivos (estopines) o de barrenos hidráulicos, que difícilmente pueden pasar desapercibidos.

Construir un túnel hasta de 19 metros de profundidad, de más de mil 400 metros de longitud, alturas entre 1.30 y 1.80 metros, y con una precisión milimétrica para salir a una zona “ciega” dentro de la celda del interno, requirió de tecnología de punta, conocimientos en ingeniería civil y de suelos, y haber contado con un GPS al interior de la celda o con los planos del centro penitenciario, que sólo pueden estar en poder de la Dirección de Obras del Órgano Administrativo Desconcentrado de Prevención y Readaptación Social de la Comisión Nacional de Seguridad Pública, y de la participación de decenas de personas en la excavación, el retiro de más de 2 mil 500 metros cúbicos de tierra y en su construcción. Pero además del contubernio de funcionarios y custodios dentro del penal; de las fuerzas especiales a cargo de la vigilancia del perímetro exterior, e incluso de personal de los órganos de inteligencia del Estado, quienes deben hacer el seguimiento de los cárteles que los capos detenidos encabezan. Una operación de esta magnitud pasó desapercibida

La fuga del líder del cártel de Sinaloa ha puesto en evidencia la debilidad y vulnerabilidad del Estado mexicano y sus instituciones; así como la profunda descomposición a donde la corrupción y la impunidad las han conducido. Estamos ante una crisis ética en el Estado y en la moral pública. Con El Chapo Guzmán se fuga también la poca confianza que quedaba en los mexicanos en sus instituciones.

Senador de la República

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