A la globalización le ocurre lo que al capitalismo originario. El sistema capitalista nació en estado salvaje y corrió desbocado, impulsado por una eclosión de avances científicos y tecnológicos cuyos beneficios se repartieron con brutal desigualdad. Tomó muchos años de brega domesticarlo: poner límites a la avaricia, implantar los derechos de los trabajadores, tejer una red de bienestar para todos. Ese esfuerzo fructificó tras de la Segunda Guerra Mundial, y el primer mundo vivió tres décadas de libertad individual y justicia social sin precedentes. Pero la famosa “Treintena Gloriosa” (1945-1975) se empezó a disipar en los años ochenta. Una serie de factores adversos —económicos y demográficos— propiciaron la entronización de una derecha voraz que pretendió recrear el Estado Guardián.

La aldea global se inauguró de modo similar. Además de la privatización, la desregulación y los regímenes fiscales regresivos, trajo consigo una especulación desbordada, flujos libérrimos de capital y corporaciones globales capaces de doblegar a los Estados fuertes y de avasallar a los débiles. La desigualdad, que había disminuido a mediados del siglo XX, regresó a los niveles del capitalismo primitivo. En suma, se entronizó un modelo neoliberal que se volvió planetariamente hegemónico. Así se socavó la democracia, porque la izquierda fue orillada a correrse a la derecha en el espectro partidario real y los marginados por el neoliberalismo, al no encontrar en el menú democrático institucional una opción que abanderara su inconformidad, salieron a las calles a protestar en España, en Estados Unidos y en muchos otros países.

Hoy el mundo empieza a virar de nuevo. La resaca de los excesos capitalistas está generando una corriente izquierdista que ya está en el poder en varias naciones latinoamericanas y comienza a manifestarse en algunos países primermundistas, donde la socialdemocracia se está radicalizando. Las nuevas figuras emblemáticas son Jeremy Corbyn, flamante líder del Partido Laborista británico, y Bernie Sanders, senador y precandidato presidencial del Partido Demócrata norteamericano. Ambos representan a la extrema izquierda en sus organizaciones; mientras que uno acaba de ganar el liderazgo del laborismo el otro sorprende a tirios y troyanos por su éxito en los debates y la buena acogida que está recibiendo de buena parte de una opinión pública otrora alérgica de todo lo que huela a socialismo.

Cierto, ninguno de los dos ha cautivado al mainstream de sus respectivas sociedades. Más aún, sus adversarios conservadores y republicanos se frotan las manos deseando que sean ellos dos quienes encabecen a sus partidos en las próximas elecciones, porque asumen que serían fácilmente derrotados. Reaccionan con visión cortoplacista y no acusan recibo del mensaje de repudio que les han enviado considerables segmentos de sus ciudadanías. Sí, es probable que Corbyn sea rechazado por la mayoría del electorado en su primer contienda con David Cameron, y seguramente Hillary Clinton ganará las primarias demócratas, pero si el establishment no percibe el sustrato de rebeldía que hace posible estos fenómenos, no inicia el desmantelamiento de los dogmas neoliberales y se rehúsa a pagar el precio de la paz social, tarde o temprano se llevará una fuerte sacudida y un contundente revés.

No me canso de reiterarlo: la pregunta que nuestro gran empresariado debe hacerse es qué izquierda prefiere que gobierne a México. Porque en estas circunstancias de crisis socioeconómica y moral, algún tipo de izquierda va a llegar al poder. El Latinobarómetro 2015 debería llamar su atención: sólo el 19% de los mexicanos está satisfecho con nuestra democracia y únicamente el 11% lo está con el estado de nuestra economía. Y por si fuera poco, la pobreza subjetiva —los mexicanos que se perciben a sí mismos como pobres— ha aumentado sustancialmente. ¿Así o más seco quieren el pasto social?

PD: Seamos solidarios con los damnificados del huracán Patricia.

Diputado federal del PRD

@abasave

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