En Fuego interior (The Fire Within: A Requiem for Katia and Maurice Krafft, EU, 2023), flamígero documental opus 71 del legendario director alemán de 81 años Werner Herzog (País del silencio y la oscuridad 71, Lecciones de oscuridad 92), con guion suyo, se rememoran los días de gloria científica e investigadora y la apasionada vocación suicida de la pareja conyugal de vulcanólogos-geólogos alsacianos Katia y Maurice Krafft fallecidos durante la erupción del isleño monte Unzen en Japón el 2 de junio de 1991, tomando como única base la herencia de sus trabajos fílmicos póstumos y sus más de 400 mil fotofijas clasificadas, pero además y sobre, la selección, el montaje y las reflexiones acerca de ellas, en voz del propio realizador sobre la marcha, tomando en cuenta de que no se trata de hacer otro enorme esfuerzo erudito de “biografía exhaustiva”, sino de “celebrar la maravilla de su imaginería”, proponer tan limitada cuan expresamente y convidar a un inigualable festín audiovisual y estético, merced a una celebratoria e inusitada imaginería ígnea.

La imaginería ígnea arranca como un manual de sobrevivencia elaborado prácticamente de milagro, al interior de un itinerario aventurero-explorador que primero, más allá del mejor estilo vulcanólogo esteticista de los mitológicos filmes nuevaoleros La cita del diablo y El volcán prohibido de Haroun Tazieff (58/66), pasa de la corretiza con el hervidero en los talones al embarque salvador a contrarreloj en quietos segundos acezantes, viaja de una isla desaparecida en Indonesia al sorprendido Estado de Washington o al sin cesar reciclado Hawái superactivo, involucra la eclosión chiapaneca de El Chichonal en 82 y la instantánea tragedia colombiana en la fantasmal ciudad de Armero sepultada en cenizas por el volcán Nevado del Ruiz en 85, hasta desembocar en un futurismo cienciaficcional alucinado ya en pleno delirio formal.

La imaginería ígnea continúa trazando la trayectoria de los Krafft como cineastas, linda y llanamente como hacedores de imágenes cada vez más autónomas y devastadas, desde sus comienzos haciéndose filmar por otros, su seguimiento como documentalistas-turistas interesados por las rarezas cotidianas y extracotidianas, su hinchazón egocéntrica como homólogos montañistas del divo submarino Cousteau, su duro aprendizaje testimonial al extremo contundente, hasta alcanzar la perfección errabunda, cosmogónica y totalizadora mundial-solar del inabarcable y mutante Sin sol de Chris Marker (82) elevado al Level Five (97) y su enfoque del cine como máquina-boomerang para “cuestionar los mecanismos del tiempo y la memoria” (Adriana Bellamy en su tratado enacuequero sobre El cine como ensayo), o sea, la conversión del registro reporteril en un incontenible asalto inextricable, avalanchas de gases, nubes de fuego y oleadas de lava cual cascadas de agua ardiente y rocas, un incontenible enjambre de clímax constantes con belleza y vida autónoma certeramente conferidas en su grabación misma y tal cuales respetadas.

La imaginería ígnea sabe muy bien que la única manera de acercarse y obtener los vislumbres de un cautivante sentido de lo sagrado, lo sagrado como trascendencia y ateológica idea vivencial autodestruida e inaudita (a lo Bataille), puede ser a través de la maleabilidad visual de una especie de pintura fílmica en su punto más alto y autárquico, recurriendo al refuerzo indispensable arte abstracto por excelencia, que es la música, de ahí la importancia enorme que adquiere los dos Réquiems casi omnipresentes, el de Verdi y el de Fauré, respaldados por un tejido ultrageométrico de Bach y la wagneriana muerte de amor de Tristán e Isolda, pero también, y al mismo almodovariano-sincrético nivel que los graves acordes eternos para cello original de Ernst Reijseger, un par de insólitas canciones en la mexicana voz desgarrada de Ana Gabriel, a contracorriente megairónica de sus primitivas letras posrománticas (“Tú lo deseaste”, “Es demasiado tarde”) pero que según Herzog vehiculan “pura vida” contradictoria, para sustituir con creces al Adagio de Albinoni y a las brumosas variaciones exotistas de la banda Popol Vuh en los primeros numerosos opus herzogianos, toda la música transfigurada y transfiguradora omnímoda para él solo hasta la saciedad.

La imaginería ígnea logra así conjuntar en una sola película-relectura de archivos ajenos, como ya lo era El hombre oso (05), una síntesis y una revaloración de las altas cimas del cine de Herzog, por encima del mero guiño de ojo y del simple juego con el spaghetti-western vuelto pesadillesco en las proximidades del Chichonal, bien situada entre “la imagen incandescente” y “las imágenes para una historia docuficcional de la destrucción” (según la conceptualizaciones analíticas del opúsculo filosófico enacuequero sobre La imagen extática de Sonia Rangel), pues ahí están, flotando en el espacio infinito de lo inalcanzable, el vuelo suspendido con los esquíes en el aire de El gran éxtasis del escultor Steiner (73), el inasible estado hipnótico de los vulcanólogos en búsqueda-posesión de El Corazón de vidrio (76), la huida y la persistencia en el arraigo de los pobladores humanamente erosionados por la erupción guadalupeña de La Soufrière (76), el izamiento del barco-camioneta hacia El mar del tiempo pedido garciamarquezco de Fitzcarraldo (80), la mutidocumentada desaparición fatal por súbita elipsis de El hombre oso, e inclusive hasta la inmersión prehistórica-posthistórica en La cueva de los sueños olvidados (11), el espíritu infernal de los pueblos originales Dentro del volcán (16) y la autenticidad impostora hecha posible gracias al Family Romance, LLC (19), para que todo sume y siga.

Y la imaginería ígnea cierra y salda así la película summa de esta obra suma, con la imagen-avance en subjetiva sobre el filo de un precipicio, un abismo aún hoy peligroso visto con sencillez, de frente, el abismo pesimista del ser en vilo como voluntad y representación fílmicas.

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