En No esperes demasiado del fin del mundo (Nu astopta prea mult de la sfarsitul limii, Rumania-Luxemburgo para Mubi, 2023), preapocalíptico film 11 del ya mundialmente célebre autor total satirista bucarestino de 47 años Radu Jude (No me importa ser bárbaro 18, Sexo desafortunado o porno loco 21), la solitaria antiglamourosa y sobretrabajada cuarentona asistente de cineproducción de una compañía transnacional Angela Raducani (Ilinca Manolache, formidable) inicia muy temprano su desquiciante jornada fatigosa y mal pagada por las imposibles calles de Bucarest, estableciendo el casting de un clip documental sobre accidentes laborales y la urgencia de obedecer las medidas de seguridad, cuyo primer candidato (cierto mutilado de algunos dedos por un cepillo industrial) salió a pescar pero ostenta truculentamente por videollamada su extremidad baldada (“No llamaron a la ambulancia por una hora hasta revisar el contrato laboral”), y así continua la mujer su ir y venir cual condenada, visita a una anciana postulante y a otros dos patéticos candidatos, acompaña a su madre a una tumba cuyos intermediarios funerales la están defraudando, debe recoger un lente en un rodaje calamitoso, refrenda su independencia feroz fornicando con un novio otoñal que llena de semen su cursilazo vestido relampagueante, sirve de taxista a la supervisora austriaca Doris Goethe (Nina Hoss) y, sin poder opinar, asiste a la selección del candidato accidentado con talante más optimista y colaborador, destinado a una grabación que presenciará como emblema de una superior decadencia ajetreada.

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La decadencia ajetreada parece dejar todo al azar desmañado y sin embargo todos sus elementos están fríamente calculados, la cámara en completa libertad divagante, la imbricación de un rugoso blanco/negro para las secuencias en presente y los dulces colores para las escenas supuestamente filmadas en 1981 durante el infracomunista régimen totalitario de Ceausescu en correspondencia ideológico-simbólica con los acres colores de otras abalanzadas imágenes invasoras, las irrupciones auténtica e irritantemente disruptivas (por ende tan exitosas cuan omnipresentes) de un lascivo tiktoker influencer suprematista macho Bolita autofilmado con grandes angulares deformantes para quien todas las mujeres son meretrices, la deriva urbana a través las avenidas congestionadas cual descenso a los infiernos posmodernos, el coctel entre excitante e indigesto deliberado de citas tras citas tras compulsivas referencias histórico-culturales-ficcionales-imaginarias (que van del asumido gesto dostoievskiano a la venta de libros en pleno tránsito embotellado y del viejo marido rumano-húngaro recitador de Petöfi-Eminescu en do de pecho permanente a la descendiente en línea paterna de Goethe que se jacta de nunca haber leído a su ilustre antepasado) como ya se advertía en la obra maestra Sexo desafortunado o porno loco y cual estela o reflejo postrer de ésta, la configuración de un film-collage detonante como se veía desde el yugoslavo Makavejev (WR-los misterios del organismo 71), el continuo bombardeo de chistes políticamente incorrectos o ultramisóginos platicados hasta por la heroína, las imparables señas obscenas del único lenguaje realmente universal, las divagaciones múltiples que conducen a la inserción de un minidocumental alusivo a las mortuorias cruces en los peligrosos cruces citadinos, el postpurrí de canciones rockeras desgarradas a grito pelado, y el delicioso encuentro en vivo (tras numerosas confrontaciones por montaje presente/pasado) de nuestra filmoasistente Angela con su alter ego-reflejo de época la extaxista envejecida omniañorante Angela Coman (Dorina Lazar) cual si se tratara de un incidente más.

La decadencia ajetreada visibiliza así al cine dentro de lo que Enzensberger denominaba “la industria de la manipulación de las conciencias”, el cine como agente de dominación política al servicio de los más alevosos intereses socioeconómicos locales y foráneos, tal como se ilustra en la segunda parte B (luego de la deambulatoria parte A de dos largas horas) que corona el film con los 45 minutos de un plano fijo en tiempo real donde el jodido aunque optimista sobreviviente de un coma Ovidiu Buca (él mismo) narra su accidente in situ a la salida de la fábrica, entre alteraciones in obbligato y censuras descaradas para favorecer a los dueños de la empresa culpable, al gusto del productor austriaco que por autoritaria zoomllamada colectiva sólo exige “¡Emoción!”, entendida como abundancia de close-ups en un formato 8K que permite todo género de acercamientos posgrabados, hasta desfigurar por completo la naturaleza y las posibilidades denotativas-connotativas del testimonial cine directo primitivo y defraudar las justicieras expectativas no lucrativas inmediatas del declarante, omitiendo la fatiga de las horas extras y minimizando el entusiasmo del director creativo que sólo quería lucir su nuevo filtro difusor de oro.

La decadencia ajetreada hace que cobre la mayor importancia el anacrónico chiclote bomba que sin reposo va mascando e inflando y reventando la antiangélica heroína Angela, como signo de sus quejosos estallidos inútiles y de la atroz violencia cotidiana del país acaso más pobre de Europa, tan podrido hasta la médula en su pretendida democracia corrupta como lo fue en tiempos seudosocialistas, según el desencantado e implacable espíritu hipercrítico de Jude, para quien es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, según el aforismo sarcástico del polaco Lec junto en con el filósofo inglés Mark Fisher, pero confiando en que “Sólo hay un medio para matar monstruos: aceptándolos” (Cortázar).

Y la decadencia ajetreada culmina viendo al infeliz con discapacidad Ovidius mostrar cartulinas verdes a lo Bob Dylan, para todas las ignominiosas superposiciones e infografías metamórficas posibles (“Mira lo que queda de los humanos: institución, separación, prostitución, decoración”).


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