I

Marcus Rothkowitz, que cambió su nombre por el de Mark Rothko en 1940 aunque lo registró legalmente hasta 1959, adjudicaba a un recuerdo de infancia los rectángulos que fueron conquistando su pintura como un hábil batallón geométrico o bien como una enigmática prefiguración de los monolitos cósmicos de 2001: Odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), esos umbrales que van a dar al fondo de lo ignoto al igual que las formas rothkianas. (El arte, afirmaría el pintor en 1943, es “una aventura hacia un mundo desconocido que sólo pueden explorar quienes estén dispuestos a asumir riesgos”.) El recuerdo en cuestión eran las fosas comunes ubicadas en los bosques cercanos a su ciudad natal (Dvinsk, Rusia, hoy Daugavpils, Letonia) y cavadas por los cosacos que cazaban y mataban judíos para mostrar fidelidad al zar. Los historiadores, no obstante, anotan que en aquellos años —Rothko nació en 1903 y emigró a Estados Unidos en 1913— no hubo ejecuciones de ese tipo en dicha zona, y establecen que el recuerdo pudo deberse a los relatos sobre los pogromos en la Rusia zarista oídos por un niño sensible. Así pues, ¿qué serán en realidad los misteriosos rectángulos de Rothko: los sepulcros de donde el color se levanta y anda como un Lázaro consagrado de golpe a la luz y al éxtasis dionisiaco? “Apolo —diría el artista— tal vez sea el dios de la escultura, pero también lo es de la luz extrema. El resplandor no sólo ilumina el todo sino que, al intensificarse, también lo diluye. Esa es la clave secreta por la que identifico lo dionisiaco con el resplandor”. Tumbas luminosas, sus cuadros se abren para recibirnos pero no con un abrazo de muerte sino con la bienvenida a un nuevo estadio de la existencia: quizá el mismo al que accede David Bowman (Keir Dullea), el Ulises sideral de 2001.

II

¿Tumbas o templos? En la primavera de 1959, para liberarse un poco de la tensión causada por los murales comisionados por Joseph Seagram and Sons para el restaurante Four Seasons en Park Avenue, Rothko hace su segundo viaje a Europa desde el exilio neoyorquino junto con su familia: Mary Alice (Mell) Beistle, su segunda mujer, y Kathy Lynn (Kate), su primogénita. Una vez en Nápoles, su primer destino, los Rothko visitan Pompeya y Mark se siente impresionado por la afinidad entre su obra y los frescos de la Casa de los Misterios (la complicidad dionisiaca); después deciden pasar un día en Paestum, antigua colonia grecorromana al sur de Nápoles, donde se yerguen tres magníficos templos dóricos y donde dos jóvenes vacacionistas italianos, al enterarse de la actividad de Rothko, le preguntan si ha venido a pintar los edificios, a lo que él contesta: “Llevo pintando templos griegos toda mi vida sin siquiera saberlo”. En el trayecto a Europa a bordo del trasatlántico USS Constitution, el artista confesó al editor John Fischer, compañero de ruta, que había aceptado la comisión Seagram en 1958 “con la esperanza de pintar algo que le estropeara el apetito a todo hijo de puta que comiera en la sala. El mejor cumplido sería que el restaurante se negara a colgar los murales, pero no lo harán. La gente aguanta lo que sea hoy en día”. Lo que sea: Rothko quería enterrar en vida a los frívolos comensales del Four Seasons, convertir Nueva York —la ciudad que no abandonaría salvo por motivos profesionales o recreativos— en una suerte de necrópolis rebautizada como Nueva Rothko gracias a esos murales inspirados —según admitió al mismo Fischer— por las puertas y ventanas ciegas del vestíbulo o ricetto de la Biblioteca Laurenciana en Florencia, diseñado por Miguel Ángel en la década de 1520. Nadie sale vivo de este espacio, pensó Rothko, así que rómpanse la crisma contra mis puertas y ventanas tapiadas el resto de la eternidad, o al menos hasta que el color les arroje la llave. Sin embargo, luego de un almuerzo con su esposa en el Four Seasons, el pintor rescindió el contrato con Seagram y rechazó los 35 mil dólares ofrecidos: los clientes de esa atmósfera banal no entenderían los cuadros que ahora cuelgan, partes de un rito simbólico de lapidación, en distintos museos. Imposible sobornar tal furia cromática: “Ni toda la corrupción de este mundo —apuntaría el poeta Stanley Kunitz en la oración fúnebre dedicada a su amigo— puede diluir esos preciados colores”.

Las áreas son cosas […] Mis cuadros no tienen nada que ver con el espacio. Mondrian divide el lienzo; yo pongo cosas en él.


Mark Rothko

III

Rothko tuvo que descender a los subterráneos no sólo de Nueva York sino de su espíritu (“Para mí el arte es una anécdota del espíritu”, diría en 1945) para regresar a la superficie con colores que nos harían precipitarnos a otras profundidades (“La experiencia de la profundidad es una experiencia de penetración en los estratos cada vez más internos de las cosas”, diría en 1954). Las criaturas largas y alienadas que pueblan la serie de óleos sobre el Metro, inscritos en el periodo realista de su obra (1924-1940), son puntales que soportan los bloques donde ya late una poderosa obsesión cromática. En la fase surrealista (1940-1947), esas criaturas devienen emblemas mitológicos que se disuelven en las “multiformas” (1947-1949) de donde brotarán por fin los rectángulos incandescentes. Junto con la figura humana y los marcos, la firma de Rothko desaparece para dejar hablar con toda libertad a la materia —el pintor se definía como materialista—, a las “cosas” que le granjearían la inmortalidad: “Las áreas son cosas […] Mis cuadros no tienen nada que ver con el espacio. Mondrian divide el lienzo; yo pongo cosas en él.” Cosas, hay que señalarlo, que Rothko vislumbró al toparse en 1949 con El estudio rojo (1911), de Henri Matisse, que además le legó una especial afición por el color de la sangre. No es gratuito que la obra de teatro de John Logan que aborda el proceso de creación de los murales Seagram, y cuyo montaje en Broadway obtuvo siete premios Tony en junio de 2010, se titule simple y precisamente Red.

"Red on Maroon" ("Rojo sobre marrón", 1959), de Mark Rothko. /EFE
"Red on Maroon" ("Rojo sobre marrón", 1959), de Mark Rothko. /EFE

IV

Dice Robert Hughes, y lo dice con toda razón, que las divisiones o intervalos entre las obsesiones rectangulares de Rothko sugieren muy a menudo un horizonte o un banco de nubes. Aurora, ocaso o noche profunda: sea la hora que sea, en esa delgada franja divisoria siempre habrá aves invisibles que aletean como ideas agazapadas en la periferia de la mente. Este horizonte entre rectángulos se comienza a cerrar en 1965, cuando el artista acepta la comisión de los coleccionistas y mecenas franceses John y Dominique de Menil para trabajar en los murales del centro ecuménico que a partir de 1971 se convertiría en la Capilla Rothko en el campus de la Universidad de St. Thomas en Houston, Texas. La guillotina cae no sólo sobre el horizonte sino también sobre el color, que empieza a privilegiar los tonos luctuosos, mortuorios: grises, negros, marrones. Aunque, curioso, Rothko llegó a describirse —ya se dijo— como un materialista y a asentar que sus cuadros se constituían sólo de cosas: “No estoy interesado en el color. Me interesa la imagen que se produce con él”. La pieza musical de 25 minutos compuesta por Morton Feldman en 1971 en honor de la Capilla Rothko captura con sus acordes ceremoniales el ambiente dramático o más bien trágico de este espacio concebido como un lugar de expiación del Holocausto judío, espacio que el pintor buscó incansablemente durante la década final de su vida. En la Capilla Rothko se respira el silencio al que el artista siempre aspiró, y que en su última intervención pública al recibir el doctorado honoris causa por la Universidad de Yale en 1969 sintetizaría así: “Sé que muchos de los artistas que se ven impelidos a este modo de vida (regido por una inmensa abundancia de actividad y de consumo) buscan desesperadamente bolsas de silencio en que arraigar y crecer. Todos esperamos que las encuentren”.

V

A las nueve de la mañana del miércoles 25 de febrero de 1970 el ayudante de Rothko, Oliver Steindecker, localizó el cadáver del pintor en el baño de su estudio situado en la calle 69 Este. La autopsia reveló que el artista murió de una sobredosis de barbitúricos al cabo de cortarse las arterias braquiales con una hoja de rasurar. Horas después del hallazgo del cadáver, nueve óleos destinados originalmente al restaurante Four Seasons llegaron a Londres para integrar lo que sería la Sala Rothko en la Tate Gallery y luego en la Tate Modern. Simon Schama sintetiza así el impacto de esas imágenes: “Algo allí vibra y pulsa constantemente, como el interior de una parte del cuerpo, todo carmesí y púrpura”. John Banville se inclina también por la veta orgánica: “Cada lienzo rezuma los colores como sangre fresca a través de un vendaje donde la sangre vieja ya se ha secado”. Estas palabras no dejan de remitir al triste y violento cuadro —un Estudio rojo muy diferente al de Matisse— que debió trazar la sangre de Mark Rothko durante su suicidio: el último gesto cromático de quien en algún momento declaró ser “tal vez un profeta. Pero no profetizo las desgracias por venir sino que pinto las que ya están aquí”.

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