En una mañana de principios de marzo, la Ciudad de México rebosa de gente que transita con prisa. En el Museo del Templo Mayor los esfuerzos se concentran en el embalaje de las piezas arqueológicas enviadas a Francia para la exposición Mexica. Des dons et des dieux au Templo Mayor en el Museo Quai Branly-Jacques Chirac de París, del 3 de abril al 8 de septiembre.

El sol recalcitrante calienta el ambiente, mientras los organilleros giran el brazo y piden monedas en la plancha del Zócalo, con la costumbre que los hace imperceptibles. A los pocos minutos llega Leonardo López Luján, parlanchín y avispado.

“El doctor” —como le llaman— bromea con todos los trabajadores del Proyecto Templo Mayor y, como si fuera un niño mostrando con emoción su casa, me lleva a las excavaciones, donde el equipo que dirige trabaja desenterrando una ofrenda de copal. Vamos entre andamios, tablas y piedras; descendemos cinco metros y retrocedemos cinco siglos en la estratigrafía: “Es lo maravilloso de nuestra ciudad, tenemos todas las capas”.

Marzo ha sido significativo para López Luján: celebró seis décadas de vida y un lustro de haber ingresado a El Colegio Nacional.

En marzo de 2019 presentaste tu discurso de ingreso a El Colegio Nacional. Decías que “es uno de los momentos más trascendentes de mi vida profesional”. ¿Sigues pensándolo?

Sí, cómo no. Es mucho orgullo estar en una institución de puertas abiertas que se dedica a la gran divulgación del conocimiento, donde te das cuenta de que eres parte del linaje de la comunidad científica. Además, esa tarde fue memorable porque en el público estaba toda mi gente, mi maestro Eduardo Matos Moctezuma, mis padres, mis hijas y todo el equipo de trabajo. De manera particular, recuerdo al grupo de oaxaqueños de Santa Ana Yareni que trabaja aquí todos los días.

Eres el quinto arqueólogo en ingresar a El Colegio. ¿Estabas nervioso?

Muy nervioso. Los arqueólogos, y en general los científicos, sudamos frío antes de someter los resultados de nuestras investigaciones, sea a nuestros pares o al gran público. El podio siempre impone y al igual que los toreros tenemos buenas o malas tardes, en algunas ocasiones salimos a cuestas y en otras, no nos abuchean, pero la gente se nos duerme.

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Luján cree que el quehacer del arqueólogo no es de individuos sino de equipos y siempre busca ser parte de una comunidad, “tener pertenencia e identidad es sensacional”, dice mientras se sienta en las escalinatas del edificio del Templo Mayor, el del siglo XVI, que continúa estudiándose y no se termina de comprender.

De niño, sus padres, Alfredo López Austin y Martha Rosario Luján Pedrueza, intentaron que tomara clases de karate, esgrima y tenis. Sin embargo, a él siempre le gustaron los deportes de equipo: el voleibol, el basquetbol, pero sobre todo el futbol. Le va a los Pumas y al Paris Saint-Germain; “antes le iba al Barcelona, pero ya se fueron todos los buenos”.

Hay un poema de Peter Handke que dice: “Cuando el niño era niño, no sabía que era niño”. ¿Qué tan consciente eras del medio de investigadores y arqueólogos en el que creciste?

Es algo que se dio naturalmente, algo que no me propuse. Y era un mundo en el que, en la sobremesa, dominaba el tema del México indígena, del pasado y del presente. Era el tema que oía todos los días y esa familiaridad te va creando una vocación.

Ahora que cumplí los 60 años, la primera reflexión es que ya estoy viejito y, la segunda, es que llevo 52 años en este negocio. Desde los ocho años mis padres nos llevaban a mi hermano y a mí a trabajar con sus amigos, sobre todo en los veranos. Desde los ocho años lavaba y marcaba tepalcates con los arqueólogos o iba con los amigos historiadores de mi padre a los archivos y llevaba el registro de nacimientos, matrimonios y defunciones en comunidades de la mixteca del siglo XVIII. Toda mi infancia y adolescencia pasó ahí. Son ya 52 años en este negocio, gran parte de mi existencia profesional la pasé como esclavo —trabajando para otros antropólogos físicos, historiadores y arqueólogos.

Desde los ocho años lavaba y marcaba tepalcates con los arqueólogos o iba con los amigos historiadores de mi padre a los archivos


Leonardo López Luján, arqueólogo

¿Desde que ibas a la primaria República de Finlandia sabías que tu infancia era diferente a la del resto de los niños?

Nunca he sido diferente, no me he considerado así. Toda mi formación, desde el kinder hasta el doctorado, fue en escuelas públicas y laicas de gobierno. Siempre me gustó el estudio y ciertas materias como matemáticas, química e historia. Pero era muy inquieto, mi madre dice que tenía “hormigas en la cola”. Ella cuenta que me ponían un ejercicio igual que a mis compañeros, pero yo lo acababa muy rápido y entonces me dedicaba a hacerle las peores travesuras a mis compañeros y eso se traducía en amonestaciones y suspensiones. Eso le dio muchos dolores de cabeza a mis padres; sacaba muy buenas calificaciones, pero al mismo tiempo los llamaban a cada rato para decirles: “Mire a su hijo que hizo esto”.

¿Cómo era tu vida cotidiana de estudiante?

En la Ciudad de México de aquella época andábamos todo el tiempo en bicicleta, sin miedo a que te atropellaran. Jugábamos la cascarita en el parque o en la calle; nos íbamos de pinta como cualquier chico de la secundaria para tomar un café o ir a Chapultepec. En ese sentido mi vida no fue distinta.

Tenías nueve años cuando tu familia se mudó a Sevilla, ahí compraste tu primer libro de arqueología y comenzaste tu colección de estampillas...

Estuvimos allá un año, poco antes de que muriera Franco. En la plaza de Santa Marta compré mi primer libro de arqueología con un dinerito que me dieron de domingo. Cuando mi padre quería molestarme, me decía: “Es que tú eres de pocas ideas, pero persistentes”, obviamente me decía eso para no decirme “Eres un necio o testarudo”. Y en ese caso, la arqueología fue una de mis pocas ideas y he sido muy persistente.

El equipo arqueológico liderado por Leonardo López Luján, entre quiene están  Alejandra Alonso y María Eugenia Guevara, en el Templo Mayor en 2008. Foto: Jesús Eduardo López Reyes
El equipo arqueológico liderado por Leonardo López Luján, entre quiene están Alejandra Alonso y María Eugenia Guevara, en el Templo Mayor en 2008. Foto: Jesús Eduardo López Reyes

¿Crees que dedicarte a la arqueología fue destino o terquedad?

No lo sé. Son preguntas que nunca me he planteado. Simplemente se dio. Pero justamente en el cambio de secundaria a preparatoria tuve un compás de tiempo libre y tuve una sobredosis de futbol, televisión y bicicleta hasta que mi madre me dijo: “Ya ponte a hacer algo de provecho” y le hablé a Eduardo Matos Moctezuma.

¿Antes de eso ya habías tenido contacto con el Templo Mayor?

Ya. En 1979 había venido al Templo Mayor porque Eduardo invitó a mi padre a ver una escultura que se le conoce como “la diosa verde”, como ya lo conocía desde niño se me hizo fácil marcarle: “¿Eduardo quieres un chalán no remunerado?” Así, a los 16 años, empecé en Templo Mayor, el 7 de julio de 1980.

Los arqueólogos no buscamos tesoros, sino contextos privilegiados e imagínate una tumba real, sería una mina de información


Leonardo López Luján, arqueólogo

¿Imaginaste que durante décadas ibas a trabajar aquí?

No, no piensas eso. Yo estaba deslumbrado porque lo primero que vi es que había 600 trabajadores, entre herreros, carpinteros, restauradores, arqueólogos… Como yo estaba chavo, me adoptaron como la mascota, como al chavito al que todo el mundo le sonríe. A esa edad uno no sabe hacer nada y me enseñaron a dibujar, a agarrar una pala, un pico, una carretilla. Gracias a ellos sé hacer todos los trabajos.

Ser niño también te da la bandera de la inocencia…

Exacto, eres la mascota, todo el mundo te apoya, no eres un personaje incomodo, ni competencia. Lo mismo cuando estudié mi doctorado en Francia, donde hay racismo, como en todo el mundo, y veían con muy malos ojos a mis amigos del norte de África, porque es la gente que se queda en Francia y, en cambio, yo era el mexicano que tarde o temprano me iba a ir a mi país y no iba a estar dando lata.

En ese primer periodo de excavaciones fue donde descubriste la famosa Cámara 3.

Fue un 7 de enero de 1981. Apareció un tapón de piedra circular que tenía unos 80 centímetros de diámetro, como si fuera una pastilla. Tengo una foto de ese día con Eduardo Matos, yo todavía tenía una bellísima cabellera, de cuando destapamos la Cámara 3 que, sin duda, es la cámara más espectacular que ha aparecido en la historia de la arqueología mexica. Al día siguiente, me fui a vivir a la Alemania Democrática con mi padre, que fue a dar un curso en la Universidad Humboldt, pero Eduardo tuvo el tacto de dejarme destaparla con él. Yo la descubrí, pero no tuve el privilegio de excavarla, lo hizo Bertina Olmedo.

Excavaciones lideradas por López Luján. La imagen es de 1981 en el Templo Mayor en la Ofrenda H, junto a su amigo, el zapoteco Tomás Ruiz. Foto: Archivo familiar López Luján
Excavaciones lideradas por López Luján. La imagen es de 1981 en el Templo Mayor en la Ofrenda H, junto a su amigo, el zapoteco Tomás Ruiz. Foto: Archivo familiar López Luján

¿Cómo describirías la emoción del hallazgo?

Como si fuera un orgasmo. Porque es la más plena de las satisfacciones y un orgasmo es súbito y poco duradero. Es decir, haces un descubrimiento, brincas de felicidad y de alegría; lloras, te abrazas con tus compañeros y eso te dura unos minutos, después hay que trabajar. Ese sentimiento tan efímero es de las cosas más maravillosas de la arqueología.

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Desde 1991, Leonardo López Luján dirige el Proyecto Templo Mayor, que fundó su maestro Eduardo Matos Moctezuma, en 1978. Lleva 44 años recorriéndolo y habitando sus espacios. Con su equipo ha descubierto 209 ofrendas, algunas muy notables, como la Ofrenda 126, donde identificaron 167 especies distintas de animales. Sin embargo, encontrar las tumbas de los tlatoanis mexicas es uno de los objetivos más anhelados, pero una y otra vez se les ha escapado de las manos.

¿Qué sucede con lo que no encuentras?

¡Caray, seguimos sin encontrar las cenizas de los tlatoque! Cuando me preguntan qué voy a hacer si las encuentro, digo: “Pues me voy a ir a la cantina y me voy a poner una borrachera tremenda”. ¿Y si no? Pues me voy a la cantina e igual me voy a poner una borrachera, porque los arqueólogos no buscamos tesoros, sino contextos privilegiados e imagínate una tumba real, sería una mina de información.

¿La arqueología es también un poco de esperanza?

Sí, claro es de esperanza y de wishful thinking, como dicen los gringos, de pensar las cosas como pudieran ser. Nunca alcanzas todas tus metas, nunca.

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Cuando Alfredo López Austin (1936-2021) no hablaba de sus temas de estudio se dedicaba a hablar de su hijo Leonardo, y cuando Leonardo López Luján no habla de arqueología se dedica a hablar de su padre, Alfredo, de su madre, Rosario, de su hermano o de sus dos hijas. “Hay quien no lo necesita, pero en mi caso la familia es fundamental, porque es lo que arropa, lo que te da identidad. Y sí, los López Luján somos muy gregarios, muy de familia, mi papá y mi mamá han sido muy importantes para mí”.

Incluso trascendió la relación de afecto con tu padre al trabajo profesional. ¿Cómo hicieron para mantener controlados los egos y no desgreñarse al escribir sus libros?

En nuestro caso no hubo problemas porque ninguno de los dos teníamos greñas. —Reímos—. Teníamos una calvicie avanzada, pero lo que sí te puedo decir es que fue una relación virtuosa en todos los sentidos. Por un lado partíamos del afecto paterno y filial, unos vínculos sumamente poderosos, y, por el otro, nos dedicábamos al México indígena. Mi padre desde el ámbito de la historia, es decir, de los libros, y yo de la arqueología, es decir, de las piedras, eso hizo que nos complementáramos muy bien, que cada quien aportara desde su trinchera disciplinaria.

López Luján con su hermano Alfredo Xallápil en Teotihuacán, en 1969. Foto: Archivo familiar López Luján
López Luján con su hermano Alfredo Xallápil en Teotihuacán, en 1969. Foto: Archivo familiar López Luján

¿Cómo era su manera de trabajar?

Teníamos una manera totalmente ineficiente de proceder: sentarnos frente a la computadora a redactar juntos cada línea de cada artículo, de cada capítulo y cada libro. Y obviamente desembocaba en que cada línea era una discusión, a veces muy racionales y académicas, y a veces desembocaba en mentadas de madre. Me acuerdo de una vez que tuvimos una discusión tremenda, tanto así que nos insultamos. Yo me puse de pie, di un portazo y me fui a mi casa. Al día siguiente regresé, lo primero que hice fue pedirle una disculpa a mi padre y él solo me respondió diciendo: “¿Dónde nos quedamos?”

¿Cómo son esas tardes de trabajo ahora que ya no está tu padre?

Ya no está —suspira—, se fue hace dos años y lo lamento mucho. Esa era una relación muy particular que acabó cuando se fue mi padre.

Tu madre Martha Rosario Luján Pedrueza es otra fuente importante en tu formación.

Siempre. Las mamás son muy importantes, pero creo que fue mucho más importante en mi arranque. Ella no tuvo el privilegio de estudiar porque su papá abandonó a su familia. Solo estudió la primaria y luego carreras técnicas. Ya casada con mi padre trabajó en el CIESAS, como secretaria o asistente, y gracias a ella tuve el contacto con todos esos antropólogos.

Hay una historia que ella siempre me sigue reclamando, pues al mismo tiempo que yo hice mi secundaria y preparatoria, ella las cursó en el sistema abierto. Terminamos al mismo tiempo el bachillerato y cuando le dije que iba a estudiar arqueología en la ENAH, me dijo: “Que curioso, yo también quiero estudiar arqueología en la ENAH”. Me asusté y le dije: “No mamá, imagínate, mi madre de compañera de banca, todos mis compañeros se van a burlar”. No sé si sea cierto, pero hasta la fecha me sigue diciendo que yo coarté su carrera, que ella hubiera sido una gran arqueóloga, pero que por mi vergüenza no le permití que fuéramos compañeros de banca.

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Las escalinatas del Templo Mayor son un mundo paralelo al que sucede cinco metros en el exterior. Aquí, en la profundidad de la historia mexica, apenas llega el sonido de los pájaros y el de los organilleros. Aquí no están las manifestaciones del Zócalo ni los problemas en el metro ni las prisas urbanas.

López Luján me cuenta su vida y a ratos exclama “qué curioso”, como si apenas cayera en cuenta de lo que me ha contado. A ratos también divaga y mira los costales de arena que están entre los andamios de la excavación, se concentra en ellos como si ahí comenzaran y terminaran sus recuerdos.

Ha cumplido 60 fructíferos años. En el México prehispánico que él estudia no hubiera sobrepasado los cuarenta. “Ahora, gracias a que la esperanza de vida ha crecido, llegamos a los sesenta en plenitud física y mental. Hace 500 años uno sería un cadáver”. La suya es una reflexión de arqueólogo.

López Luján, de niño, en el sitio arqueológico de Xochicalco, en 1967. Foto: Archivo de la familia López Luján
López Luján, de niño, en el sitio arqueológico de Xochicalco, en 1967. Foto: Archivo de la familia López Luján

Quise dejar al final a Matos Moctezuma, ¿su figura es como la de un segundo padre para ti?

No lo sé, pero con su hija mayor —Daniela Matos— nos decimos hermanos y esa es la respuesta. Eduardo es una figura que quiero profundamente, no sé si como a mi padre, pero que admiro. Mucho de mi carrera se ha debido a sus enseñanzas, su apoyo y su guía.

¿Es difícil hacer una carrera propia cuando se crece entre dos grandes figuras como Matos Moctezuma y López Austin?

Nuestro medio es muy agresivo porque caricaturiza las relaciones. Uno aprende a vivir con los ataques, que los logros de uno se deben a su maestro o a su padre. ¡En mi caso es doble! Tengo un maestro muy famoso y tuve a un padre muy famoso. Entonces, cuando haces algo positivo dicen: “Es por el papá o por el maestro”, y cuando haces algo negativo dicen: “Es que no es como el papá ni como el maestro”. Mis logros, el que yo haya publicado un libro, no se debe a palanca de nadie. Pero si ves las palancas en el sentido de tener maestros o guías, entonces sí, tuve muchas y mucho apoyo, porque estuve arropado por ellos y muchos maestros más, como Linda Manzanilla o Jean-Claude Gardin y Michel Graulich, en Francia.

Al final, uno se debe a sus maestros y a Eduardo le debo tanto y siempre lo he reconocido. Es un sueño pensar que alguien te diga: “A mí me dio clases Manuel Gamio o fue mi jefe Ignacio Bernal o me apoyó Alfonso Caso”, y en mi caso no fue un sueño, yo sí puedo presumir eso. Mi mentor a lo largo de la vida fue Eduardo.

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