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La desintoxicación, el psiquiatra, la ansiedad y el cansancio del cuerpo y la mente son secuelas que arrastra Antoine d’Agata tras vivir desde dentro la drogadicción, la prostitución, la violencia; secuelas por sumergirse a bajos fondos para fotografiar y documentar desde lo más profundo de éstos una violencia que es el resultado de la guerra, el capitalismo, la migración, el crecimiento urbano sin control.

El fin es documentar, sí; pero con su método: “Una de las peleas que tengo en Magnum, (agencia con la que trabaja desde 2008) es documentar de manera más honesta, pertinente. En lugar de: ‘Yo soy el fotógrafo, fotografío los pobres del mundo con mi lente así (desde la distancia)’, en una visión humanitaria, confortable, elitista —y sí hay esa dimensión de mostrar y criticar— pero lo que creo es algo más, individual, existencial, en muchos niveles: animal, sensorial, político, y político en esa relación de fuerzas de dominación, aplastamiento. Y no quiero renunciar a ninguna de esas cosas. Por eso, mi fotografía la gente la ve, algunas veces, como caótica y así es. La fotografía permite entender la complejidad de la realidad, no tratando de fotografiar las figuras como surfice sino como cosas más complejas. Enseñar una realidad sensorial y mostrar una posición social, una relación ante la sensación, aunque sea sexual, narcótica, todo eso está en la foto”.

Antoine d’Agata (Marsella, 1961) recuerda que hace más de 30 años, en 1986, aproximadamente, llegó a México con un libro de Antonin Artaud en la mochila y los sueños de una tierra mágica. Vinieron muchos más viajes que lo llevaron por prostíbulos, callejones, hoteles de mala muerte y lugares donde vivir la violencia desde dentro era el camino a un método de hacer fotografía tan singular como polémico.

D’Agata ha vuelto al país, esta vez con Codex. México 1986-2016, libro de la editorial RM y a la vez exposición que inaugurará el 24 de octubre en el Centro de la Imagen, en el marco del Festival Internacional de Fotografía FotoMéxico. Se trata de fotografías y fotogramas de videos de distintas series y épocas.

Justo el libro y la exposición hacen un retrato de la degradación, la muerte y la corrupción del cuerpo que se vive en México. Sus fotografías remiten a sórdidas historias en Nuevo Laredo, Oaxaca y otros sitios. A medida que se avanza en las páginas de su libro, la violencia es mayor: “La violencia que veo en México no la vi en otras partes”, aunque matiza: “Tal vez en América del Sur; en Estados Unidos. No sé si es la cercanía con Estados Unidos o el capitalismo que empujan las cosas a un punto de locura y barbarie.

“Siempre defendí o compartí esa violencia de los seres que no tienen nada, que no pueden resistir porque no tienen existencia social ni nada, pasan por el vicio, el crimen para resistir, pero aquí llegó a un punto tan loco, tan violento, tan inhumano, tan inaceptable que me encuentro sin nada. El final de ese libro (fotos de cuerpos asesinados) ¿qué hago con eso? No puedo condenarlo, hay razones muy fuertes por las que existe, pero no puedo compartir esa pura violencia, es más fea y más potente que todo. Pero tampoco puedo compartir las condenas que siempre llegan del mismo punto, de la misma clase política o social, esas clases están comprometidas con esa violencia, hay responsabilidades que vienen de años antes”.

D’Agata es reconocido por la construcción de una obra que devela la vida de millones en medio de las drogas y el tráfico humano en muchos lugares del mundo. Para armar ese retrato, se hace ellos, no al modo de Günter Wallraff (El periodista indeseable) sino siendo ellos, algo que, en parte, heredó del punk y del movimiento situacionista.

Antes de tomar una cámara, cuenta, pasó 12 años absorbiendo la violencia del mundo, por eso, cree que la fotografía fue en cierta forma un renacimiento: “A los 37 años ya no tenía la fuerza, tenía que tomar mi experiencia, encontrar una forma, dar un sentido, algo para compartir. No tenía la fuerza. Todos mis amigos murieron como yonquis, veía como muy aburrido morir como yonqui. Quería darle una forma tangible a eso, que se entienda”, cuenta el fotógrafo.

De su método de trabajo dice: “Trabajo, honestamente, con cosas bastante malas. Mi método antes era de entrega, acercamiento, construyendo confianza; con los años las cosas se hicieron más feas... obviamente estas adicciones narcóticas cambiaron la cosa. Hoy la mayoría de mis relaciones con la gente son compartiendo los mismos vicios, facilita la proximidad. Me muevo mucho. Construyo esa confianza y me voy corriendo, me voy a la próxima historia, la próxima mujer”.

Defiende que haya otras búsquedas con la fotografía, y llama a intentar otras maneras de hacerla, formas más contemporáneas de hablar del mundo: “Los amateurs, en redes sociales, son los que entienden más la fotografía que los profesionales ¿por qué? porque la tomaron, se la apropiaron, la usan para comunicar, para mostrarse, para inventarse personajes. Hacen lo que hace 20 años yo hago.”

D’Agata tiene muchos proyectos, Australia, China, son su siguiente escala. Aunque a lo que va haciendo lo llame fracaso, no quiere dejar de seguir en el intento. “Estoy fotografiando, trato de enfrentar ese vacío, esa incapacidad, el cuerpo que la droga quebró ¿qué hago con eso? Las drogas son todavía una manera de acercarse, pero con un cuerpo y una mente que ya no pueden, que ya no aguantan; la paranoia, la locura total, ya están tomando demasiado espacio. Estoy entre la desintoxicación, el psiquiatra, la fotografía, la espera del público, la agencia, luchando contra esas cosas. No tengo otra opción que seguir luchando con eso. Trato de hacer fotografía siempre en el mundo. No en el estudio. Siempre para mí fue importante trabajar en el mundo. Pago el precio de mi presencia en el mundo. El libro es un costal de fracaso total, fotográfico, político, pero prefiero fracasar que estar en confort”.

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