Atengámonos a lo evidente. Resistamos el vanidoso impulso de interpretar lo que existe a la vista —o de fabularlo. Andrés Manuel López Obrador arrasó en las elecciones presidenciales gracias a una promesa. Acabar con la corrupción.

Y su partido, Morena, fundado apenas hace cuatro años, ganó la mitad de los estados en disputa y la mitad de los asientos en el Congreso, reduciendo así a los antiguos partidos al enanismo y convirtiéndose en la fuerza hegemónica del país, gracias a la misma promesa. Acabar con la corrupción.

Cierto, López Obrador prometió una y mil cosas más. Un larguísimo etcétera que llenaría una Biblia. Y cierto también, hay en nuestro pasado remoto y mediato causas que convergen en su triunfo. Pero su promesa central nunca dejó de ser una, simple y apuntando al futuro. Acabar con la corrupción.

“No combatirla: aniquilarla”, según reiteró.

Una promesa que no fue sino el eco del anhelo colectivo de una población que en su conversación pública del último lustro llegó a decidir que ese, y no otro, es el cáncer del que derivan sus otros males. Y no que los otros candidatos de la contienda no hubieran detectado el mismo reclamo social y no hubieran prometido palabra por palabra lo mismo. Es que las dudas sobre su propia honestidad los descartaron.

En contraste, López Obrador encarnó la honestidad de una forma verosímil. Viste austeramente, camisas blancas y desbotonadas al cuello, pantalones oscuros, y a pesar de haber sido alcalde de la Ciudad de México (2000-2006), vive con su familia en una casa de clase media, amén de que no se le conocen otras aficiones que la lectura de libros de historia y el beisbol.

De mayor trascendencia, su narrativa del por qué acabar con la corrupción rebasa por mucho los aspectos prácticos de hacerlo y convirtió la promesa en una épica por realizar por la generación viva de mexicanos. “Se trata de una refundación moral de la República”, ha dicho. Se trata de la “cuarta transformación de nuestra Historia”. Se trata de permitir emerger “las reservas de valores del pueblo”.

Uno de sus amigos íntimos, Carlos Monsiváis, lo escribía hace ya una década de forma sucinta. “El imperio de la ética sería para México un salto civilizatorio”. O como el mismo Carlos me lo pidió imaginar en una conversación a la mesa de una marisquería:

—Imagínate un país donde la gente cree en la palabra del gobierno y el gobierno escucha la palabra de la gente. Imagínate un país donde los intelectuales escriben sin un previo comercio con su propio interés. Imagínate un país donde la moneda de cambio entre dos personas es la verdad, y no la mentira.

Recuerdo haber tarareado Imagine, la canción utópica de John Lennon.

He aquí la dificultad para que López Obrador cumpla su sencilla y atractiva promesa. El 1ero de diciembre su equipo, en el que no escasean los políticos marcados por la sospecha de la corrupción, llegará a ocupar las mismas oficinas en donde se ha practicado el estilo mexicano de gobernar a través de la corrupción.

Oficinas cuyos severísimos protocolos están diseñados para ser violados —y permitir el desfalco al erario y la negociación de contratos que incluyan gratificaciones para quien los firma. Puesto en cifras: este sexenio, 88% de los contratos del gobierno con la empresa privada, fueron adjudicados por fuera de los sistemas de licitación legal.

Entonces pues, ¿cómo diablos podrá Andrés Manuel cumplir su promesa?

El virtual Presidente parece confiar en la fuerza de la voluntad de hacer historia de su equipo para el interregno que irá desde que empiece su mandato hasta que pueda implementar una vigilancia que haga forzosa la honestidad. No en vano el lema de su partido —“No mentir, no robar, no traicionar al pueblo”— suena a plegaria o a catecismo, antes que a slogan político. Y el mero nombre de su partido invoca la protección sobrenatural de la Virgen de Guadalupe, la virgen morena.

Por su parte, los detractores de López Obrador apuestan desde ahora a que los nuevos funcionarios no resistirán la tentación, que el mismo líder electo es la última edición del vendedor de esperanza vana y que los hechos probarán muy pronto que su campaña ha sido la más genial operación de simulación jamás emprendida.

Por desgracia, hay al menos un incidente reciente que apunta en ese sentido. El affair Laidy Layda.

Ya se sabe, una semana antes de la votación, corrió por las redes un video en el que se veía a Layda Sansores, entonces senadora y candidata de Morena a la alcaldía de la Delegación Álvaro Obregón de la Ciudad de México, dirigiendo a varios mozos mientras cargaban una camioneta con enseres comprados en la tienda departamental más cara del país. El noticiario de Televisa mostró además las facturas de las compras: corrían a cargo del Senado.

La entonces senadora explicó que se trataban de regalos para las humildes afanadoras del Senado. Al día siguiente ofreció otra explicación dudosa: eran sus compras personales, misteriosamente facturadas al Senado. López Obrador no opinó del asunto, pero durante un mitin abrazó a la senadora y dejó que a su alrededor las cámaras lo registraran.

Fue uno de los peores momentos de su campaña. No prometes limpieza inmaculada y muestras un pañuelo blanco con una chispa de tinta negra. De no haber llevado ya una inercia triunfadora, tal vez ese abrazo la habría descarrilado.

El Nobel de Literatura, Octavio Paz, escribió en el siglo pasado que el ocultamiento es la identidad mexicana. El mexicano se oculta tras máscaras, es incapaz de la desnudez de la sinceridad, y tras esa falsedad sobrevive deambulando por el laberinto de su soledad. El Presidente actual de México, por su parte, con un orgullo extrañamente colocado, expresó que “la corrupción es un asunto cultural”. De cierto, México no cuenta en su historia con un periodo de pureza moral que desdiga a Paz y al presidente Peña Nieto.

Tal vez por eso el entusiasmo de una mayoría de los mexicanos de hoy se desbordó hacia un hombre menudo, moreno, de pelo blanco, cuyos lujos son leer libros y jugar beisbol, y que desde hace 12 años, neciamente, afirma a diario que un México honesto es posible. Un líder que no por azar cerró su primer mitin como virtual presidente, en el Zócalo de la capital del país, abarrotado por 300 mil acólitos, con una oración que según resonó en distintas cabezas significó una inocentada, una mentira demagógica, una acto de fe, una amenaza o uno de los programas de gobierno más ambiciosos de nuestra historia:

“No mentir, no robar, no traicionar al pueblo.”

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