Rafaelito dejó de lavar los platos bajo el agua del grifo y se tomó un descanso. Sentado a la mesa de la cocina industrial, abrió su celular y saltó a la Plaza Virtual encarnando en su avatar, Ramsés Segundo, el gran faraón del antiguo Egipto: cayó entre los 300 mil tuiteros que colmaban la enorme explanada de cemento, en el momento en que por las bocinas se terminaban de anunciar los nombres de las 400 empresas a las que el ex presidente del país, Enrique Peña Nieto, les había condonado el pago de impuestos.

Los 300 mil tuiteros de la Plaza Virtual alzaron a un tiempo los puños y gritaron:

—¡Mueran! ¡Paguen! ¡Paguen o mueran!

Las bocinas anunciaron entonces el monto total de los impuestos condonados: 401 mil millones de pesos.

—¡Un chingo! –clamaron los tuiteros de la plaza. —¡Mueran! ¡Paguen! ¡Paguen o mueran!

Y decenas de personitas virtuales empezaron a escalar las fachadas de los edificios que circundaban la plaza para alcanzar los anuncios espectaculares y serrucharles los sostenes de acero.

El primer gran anuncio en caer fue el de Pfizer: como un papalote gigante y azul planeó por el aire, hasta depositarse en el piso de cemento. Luego fueron cayendo los espectaculares de Chedraui, Liverpool, Cinépolis... y otros… y otros…

Rafaelito, alias Ramsés Segundo, se unió a la multitud que pisoteaba los anuncios y con picos y palas los desgarraba.

Mientras tanto, en la vida real, fuera y muy lejos de la Plaza Virtual, el ex presidente Peña Nieto, el condonador en jefe de los impuestos, bajó de una limusina negra y extendió la mano para ayudar a bajar a su nueva novia, la encantadora y muy rubia Tania, el pelo reunido en un chongo, el vestido verde sin tirantes y largo.

Todo cambió en la Plaza Virtual como suele cambiar, en un parpadeo. Las bocinas anunciaban ahora otra larga lista. La de los periodistas que habían recibido de la presidencia de Enrique Peña Nieto dinero a cambio de publicidad en sus publicaciones.

—¡Mueran! –gritaron los 300 mil tuiteros tras cada nombre, alzando los puños, y sin esperar a enterarse de ningún detalle, ningún desglose, nada. —¡Mueran! ¡Mueran! –gritaban ensordecidos por su propia ira.

En la vida real, el ex presidente Peña Nieto, el corruptor en jefe de periodistas, y su nueva novia, la encantadora Tania, llegaron a la mesa de la boda que les correspondía, en el momento en que los otros invitados se ponían en pie para recibirlos.

Carlos Romero Deschamps, el multimillonario líder del sindicato petrolero, le dio la mano. Raúl Salinas de Gortari, acusado de asesinato y de lavado de dinero, le dio la mano. Rosario Robles, ex secretaria de Estado, acusada de una estafa multimillonaria al erario, le dio la mano. Julio Iglesias, acusado de hacer llorar con sus canciones a las damas mayores de 70 años, le dio la mano.

—¿Ya vieron lo que sucede en la Plaza Virtual? –preguntó Raúl, una vez que todos hubieron tomado asiento alrededor de la mesa.

—No –sonrió Peña Nieto, el corruptor en jefe de los tiempos liberales. –No me incumbe y la verdad tampoco me importa.

Ramsés Segundo se recolocó la cofia de emperador egipcio y se apresuró tras un grupo de tuiteros iracundos: giraron en una esquina de la Plaza Virtual para avanzar por una estrecha calle que desembocó en una plaza menor, dominada por la estatua del intelectual emblemático de los 30 años del régimen liberal.

Habían enlazado cuerdas al cuello y los tobillos de la magnífica estatua del erudito y empezaron a jalarlas desde abajo, ritmando los jalones con voces de ¡que caiga!, ¡que caiga!, ¡que caiga!, mientras los escuderos de la estatua, al pie de su pedestal de mármol blanco, lanzaban a la horda puñados de lodo y gritos destemplados.

Y la estatua cayó en efecto al cemento con un golpe seco en que se desarticularon sus partes. Ramsés Segundo caminó hacia una gran mano de bronce y tomó asiento en ella, complacido. Desde ahí vio la cabeza partida en dos. Se apresuró hasta la cabeza y se metió dentro, gritando:

—Hola hola, ¿hay alguien en casa? Yo he leído tres de tus libros. Hola hola.

—¡Rafaelito! –el grito alertó al faraón Ramsés Segundo cuando todavía estaba en el interior de la cabeza de la estatua del intelectual liberal. El jerarca egipcio emergió por la pantalla del celular y se convirtió en Rafaelito, el joven lavador de trastes del restaurante, a tiempo de responderle a la dueña:

—¿Dígame señora?

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