Aprovechando que la comentocracia nacional estaba ocupaba en debatir el tema que esa semana les había asignado el Presidente Electo (el país está en bancarrota, ¿sí o no?), el presidente todavía en funciones reunió a su gabinete para hablarles de su tía Mercedes.

—Les tengo una buena noticia y una mala noticia —les dijo, una vez que se encontraron sentados a la mesa ovalada del salón de emergencias de la residencia presidencial. —Primero les diré la mala noticia. Mi tía Mercedes falleció.

Los secretarios de Estado bajaron la vista y la secretaria de Sedesol murmuró:

—Lo lamento, presidente.

—Mi pésame –dijo el secretario de Obras Públicas.

—Una pérdida irreparable —dijo el secretario de Relaciones Exteriores, la voz atiplada por el llanto. —Se va una señora imprescindible.

—Disculpen mi ignorancia, secretarios —dijo el procurador de la República. —¿Quién era la tía Mercedes?

El presidente esperó que algún secretario lo dijera, pero como ninguno había jamás oído de la tía Mercedes, él lo dijo:

—Una mexicana imprescindible en efecto, procurador. Mi tía Mercedes emigró de Toluca a California cuando niña, e hizo una fortuna ahí. Primero vendió salsas mexicanas en bolsas de plástico en los cruceros de las avenidas. Años después fundó una fábrica de condimentos mexicanos. Al morir su fortuna resultó de un billón de dólares.

Un silencio de asombro se instaló en el salón.

—Ahora la buena noticia —dijo el Presidente remontando lo más alto de la ola del asombro. —La pobre tía Mercedes no tuvo hijos y me ha heredado a mí su fortuna.

Los rostros se iluminaron.

—Qué bueno señor presidente —dijo el procurador.

—Qué maravilla señor presidente —dijo el secretario de Defensa.

—Es una justa retribución para usted —dijo la secretaria de Sedesol. —Ya que el pueblo no lo ama, su tía Mercedes sí lo amó.

En el estacionamiento de la residencia, mientras los secretarios subían a sus automóviles, el procurador de la República abordó al Secretario de Defensa.

—Está tremendo el presidente —le dijo en voz baja al uniformado. —Acaba de informarnos que su status social y su domicilio cambiarán radicalmente.

—Lo sé —dijo el general, el quepí bajo el brazo derecho, la voz igual de queda. —Será de hoy en adelante billonario y vivirá en una isla de las Bahamas. Tengo entendido que entre la isla de Shakira y la de Bono.

—¿Pero qué le hacemos, no es cierto? —dijo el procurador. —Todo político mexicano de calibre tiene una tía Mercedes que se muere al término de su mandato y lo hereda. La tía Mercedes de Fox se llamaba la tía Ingracia, pero no le heredó tanto, la friolera de un billón de dólares. La tía de Miguel Ángel Mancera se llamaba Paquita, pero solo le heredó dos mansiones en Tacotalpan.

—Eso también debe acabar —anunció seco y marcial el general Cienfuegos.

—Absolutamente debe acabar —dijo el procurador, la frente fruncida. —El país no puede remontar económicamente con tantas tías Mercedes.

—Le digo qué me imagino, procurador —siguió el general hablando todavía en secreto. —Un día un ciudadano o una ciudadana lleva a juicio a cien autoridades por la posesión ficticia de tías Mercedes. ¿Se lo imagina usted?

Ambos hombres cerraron los párpados, y sonriendo se lo imaginaron: una fila india de cien ex funcionarios con las manos esposadas al frente, entrando a la cárcel…

Luego, de golpe, abrieron los ojos, se abrazaron y se palmearon fuerte las espaldas, y cada cual fue a subirse a su automóvil, donde llamó por su celular al hospital Monte Sinaí de Florida, para preguntar por el estado de salud de su respectiva tía Mercedes.

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