Mientras el virtual presidente y su virtual gabinete parecían ya gobernar, y sus iniciativas llenaban las primeras planas, las pantallas y los ávidos ojos de los ciudadanos, en las numerosas estancias del Palacio de la Corrupción, diseminadas por el amplio territorio de la Patria, ocurría una febril actividad.

En las oficinas modestas de los más arrinconados ayuntamientos, en las suntuosas oficinas de las gubernaturas menguantes, en los espaciosos despachos de las secretarías de Estado en la capital, secretarias disfrazadas de enfermeras limpiaban las evidencias de la enfermedad nacional del hurto: vaciaban cajones, en las azoteas prendían fuego a los archiveros, martillaban computadoras, alimentaban más documentos a las incansables trituradoras de papel, metían a hornos microondas montones de celulares y discos duros, que estallaban puntualmente al minuto número 6.

Los camiones de redila empezaron a llegar a los estacionamientos el primer lunes de septiembre. Al mismo tiempo el Air Force One descendía trayéndonos a bordo al presidente de los Estados Unidos. The Huge Ego has landed, el Gran Ego ha aterrizado, vocearon y publicaron las pantallas de la Patria, y a las panzas de los camiones fueron entrando sucesiones de cuadros de próceres, de sillas y mesas y macetas con palmas, bibliotecas enteras de libros forrados de piel.

Y de las altísimas astas plantadas en las 35 esquinas del inmenso Palacio de la Corrupción, las gigantescas banderas de seda fueron bajadas por cadetes disfrazados de albañiles, dobladas cuidadosamente en 4, luego en 16 partes, colocadas en otros camiones de redila, en tanto otras banderas de nylon, más pequeñas las pobres, sin águila ni nopal ni serpiente las huérfanas, eran izadas.

—De lejos no notarán la diferencia —dijo confiado un albañil, otrora cadete, cuando al volante del camión ya iba saliendo del Puerto de Veracruz y vio en el espejo retrovisor la banderita que parecía un pañuelo tricolor al aire.

Qué nos iba a importar a nosotros los ciudadanos el metódico saqueo. Nosotros mirábamos hipnotizados al presidente de América descendiendo por la escalerilla, y lo único que nos preocupaba era si sobreviviríamos la visita de ese güero bravucón con la dignidad intacta.

Los campos de naranjales, los campos verdes moteados de rojo de la amapola, los campos con vainas de la preciosa vainilla, los huertos de aguacate, los extensos cafetales, los tapetes infinitos de la marihuana, soltaron asustados sus aromas mientras los soldados rasos del ejército disfrazados de bandidos los fueron enrollando, para meterlos luego en un hormiguero de camiones de redila.

En las aguas del Mar de Cortés la flota de la Marina lanzó redes extensas para extraer los últimos miles de totoabas, y venderlas en el mercado de Tokio a mil dólares el kilo.

Los colosales popotes de acero de las petroleras gringas se hundieron en las aguas del Golfo de México y en cosa de 5 minutos succionaron nuestro petróleo, y lo condujeron directo a las afueras de Houston, y de pronto —como una mesa a la que se le serrucha una pata— el territorio entero del país se ladeó 15 grados a la izquierda.

Imbéciles de la esperanza que somos, adictos a la fe sin fundamento, yonkis del optimismo, casos terminales del pensamiento mágico, creímos que el repentino temblor nacional y el consecuente acomodo del suelo patrio con una inclinación de 15 grados era un excelente augurio, porque un asistente caminó rápido por el declive y le sopló al oído algo al presidente virtual y él asintió. ¿Le informaba de la rapiña?, ¿le soplaba en cambio un engaño?, ¿o tenía el presidente virtual un pacto de amnistía anticipada con los saqueadores de la Patria?

La verdad esas preguntas vinieron a aparecer décadas más tarde, en los libros de nuestros historiadores. En ese momento solo nos angustiaba saber si Andrés Manuel tendría la estatura para enfrentar al temible visitante.

En el centro mismo del Palacio de la Corrupción, cuyo nombre en clave era Los Pinos, las estatuas de oro de Ganesha, el dios de la abundancia hindú, encarnado en un elefante sentado y adaptado por el PRI con la cara feliz de un tal Javier Duarte, eran descolocadas de los pedestales en los jardines. El Secretario de Obras Públicas parado en una escalera de tijera golpeaba con un mazo un cincel para desprender de un muro las últimas letras doradas que otrora cifraban el lema: Los conoceréis por su legado… En los dormitorios los colchones habían sido suplidos por paquetes de revistas Proceso. En los baños ya no existían los lavabos recubiertos de hoja de oro: viajaban ahora, cada cual en un cómodo asiento de piel oscura, en el avión presidencial rumbo a Singapur.

Entonces fue que lo vimos: los dos presidentes caminaron por el asfalto de la pista de aterrizaje, se dieron las manos y el nuestro milagrosamente no solo tenía la misma estatura que el gringo, le sacaba 3 centímetros y medio, y el ooooh de nuestro asombro recorrió las calles y las avenidas de la Patria.

Recuerdo que en ese momento de orgullo, en mi pequeño pueblo de Chiconcuac, un hombre mayor salió corriendo en cueros a la plaza y gritando:

—¡Deténgalos! ¡Deténgalos! ¡Saquean a la Patria! ¿No van a detenerlos, carajo?

Seguramente padecía amnesia el anciano, porque había olvidado nuestra antiquísimo pacto de cortesía: ignorar el saqueo del final de un gobierno.

Por fortuna, en la sede de la filosofía autóctona, conocida también como sede del PRI, en su inmueble desierto y desvalijado, su nuevo Consejo Nacional, formado por el portero, su esposa y sus dos escuálidos niños, honró ese pacto tan antiguo como nuestra Historia. En el auditorio, ante nadie ni nada, el portero del PRI con la diestra extendida pronunció el juramento que cifraba nuestro credo:

—Juro en nombre del profeta Elías Calles y la divina misericordia de la Coatlicue, diosa de la destrucción, que esto que pasa no está pasando, y si está pasando es que nos lo merecemos, y por fin que desde ahora en adelante sí tendremos......

No dijo más, porque esta vez hasta la palabra futuro se habían llevado los míseros ladrones: la habían encriptado en un chip junto a todas las conjugaciones en tiempo futuro, y ahora el chip volaba abordo de un dron, entre el avispero de drones que dejó muy abajo a las filas de automóviles y camiones de redila que a vuelta de rueda atiborraban las carreteras, tomó la horizontal acelerando y sobrepasó a los helicópteros y luego a los jets en fuga.

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