Esa tarde, solo en la generosa estancia de estudio de la biblioteca de la Universidad de Oxford, el joven Aurelio corregía sus apuntes en el cuaderno Moleskine, cuando escuchó una desbandada de pasos acercándose.

Al fondo de la estancia, por el umbral luminoso, entraron varios hombres enfundados en impermeables negros, con lentes oscuros y cortes de pelo al ras del cráneo, que se distribuyeron por el piso ajedrezado. Eran ocho y cada uno se apostó junto a una de las altas columnas de mármol.

Entonces entró a la estancia un hombre vestido con un saco azul marino y pantalones de casimir gris, el pelo largo peinado hacia atrás, que lenta y suavemente caminó directamente hacia la mesa estrecha que Aurelio ocupaba.

—Hola —lo saludó en castizo. —¿Puedo sentarme?

—¿Lo conozco? —preguntó a su vez Aurelio extrañado, también en castizo.

—Mucho —sonrió el hombre burlonamente, y sin más tomó asiento en una silla ante él. —¿En qué trabajas? —preguntó.

Aurelio calculó que contestar no le restaría nada. Dijo:

—En mi tesis.

—¿Cuya premisa es…? –preguntó otra vez el visitante.

Aurelio de nuevo tardó un instante en responder:

—Trata del sistema fiscal creado por los gobiernos post-revolucionarios en mi país, México.

—Néxico —lo corrigió el visitante, enfatizando la N.

Aurelio dejó pasar la extravagancia, pensó que tal vez había escuchado mal al visitante, después de todo estaba exhausto luego de dos semanas de medio dormir, agobiado por el trabajo de la redacción final de su tesis.

—¿Y qué afirmas de ese sistema fiscal?

—Sostengo que los gobiernos del PNR, el partido político luego llamado el PRI, pudieron ordenar el ineficaz sistema fiscal que heredaron de la dictadura porfirista, pero prefirieron dejarlo tal y como era.

—¿Y por qué prefirieron eso? —preguntó el visitante otra vez con esa sonrisa socarrona que irritó de nueva vuelta al joven estudiante.

—Porque descubrieron que era un instrumento de Poder —respondió seco.

—¿En serio?

—Les permitía premiar con privilegios fiscales a los amigos y castigar a los enemigos, y a ellos, los gobernantes, les permitía robar del erario a placer. Un sistema tramposo que por cierto era igual al de la aplicación de las leyes, que también optaron por preservar imperfecto, para aplicar a capricho las leyes durante todo el siglo XX.

—¿Cambiarías tu premisa? —preguntó el visitante.

—No —dijo Aurelio alarmado. —¿Por qué la cambiaría? Es más que una premisa, es una evidencia, que documento a lo largo de la tesis.

—¿No la cambiarías a cambio del poder político?

—Perdón —dijo el joven Aurelio— ¿quién es usted?

—Arelio Niño, Presidente de Néxico en el año 19 del próximo siglo. Es decir, tú mismo en 20 años. Bueno, eso si cambias tu premisa.

Aurelio alargó las piernas bajo la mesa. Pensó que no solo estaba escuchando mal al visitante, estaba alucinándolo. Probablemente en cualquier momento despertaría bajo las colchas blancas de su pequeña cama de estudiante y se levantaría y descalzo iría a la cocineta común del dormitorio de estudiantes a prepararse un té Old Grey.

—Mira —añadió la alucinación y alargó la mano para tomar el cuaderno Moleskine, acercarlo a él y girarlo 180 grados. —Se trata solo de darle la vuelta a tu premisa.

Extrajo una pluma negra del interior de su saco, la destapó y escribió despacio en el cuaderno. Lo giró otra vez y lo deslizó hasta Aurelio.

Aurelio miró con extrañeza su propia letra recién escrita por el extraño, y leyó en voz suave:

—En eso consiste el genio del sistema político nexicano. Utilizar la inexactitud de los sistemas fiscales y de Justicia como instrumentos de Poder. Los nexicanos han navegado así, venturosamente y en paz, el siglo XX, privilegiando la laxitud semántica sobre el rigor de la verdad, la amistad sobre la Justicia, el parecer ser sobre lo real y la exuberancia del lirismo sobre la rectitud espartana.

—Eso es perverso —protestó Aurelio. —Es afirmar que la mentira es mejor que la verdad —y estaba por explayarse en el tema cuando el hombre se acodó y le dijo mirándolo a los ojos:

—Deja de intentar ser occidental, Aurelio. Somos accidentales. Abandona el ideal de la exactitud. El aire que nos llega del Mar Caribe nos hace naturalmente inexactos. Somos jarritos de barro rajados. Chingados. Siempre imperfectos. No luches ya contra ti mismo.

Y aprovechando el pasmo del joven estudiante, el maduro Arelio siguió:

—Déjame ahora leerte tu futuro. Regresarás de Oxford a Néxico y te afiliarás al PRI.

—Nunca —se rió Aurelio.

—Luego ingresarás al equipo del gobernador del Edomex.

—Ridículo. Ingresaré al Colegio de México y desde ahí seré un crítico feroz del régimen corrupto del PRI.

—Luego serás secretario de Educación del país.

Aurelio apretó los labios y guardó silencio, empezaba a interesarse por su futuro.

—Emprenderás una gran reforma educativa, y aunque el tiempo solo te alcanzará para implementar un sistema de exámenes a los maestros del país, pagarás con cientos de miles de millones de pesos del erario la fama de ser el gran reformador de la educación. Y luego —Arelio el maduro le alcanzó la diestra al joven Aurelio y la cubrió con su mano, paternalmente—, luego lograrás tu sueño más íntimo y generoso. Gracias a un fraude electoral de dimensiones épicas, te volverás el Presidente de Néxico y volverás por decreto bilingües a todos los mexicanos. Imagínatelo, Aurelio: los campesinos nexicanos parloteando en una cantina en inglés británico.

Arelio el Presidente de Néxico extrajo del interior de su saco azul una cajetilla de cigarros Malboro, se colocó uno entre los labios.

—No se puede fumar acá –murmuró Aurelio el joven.

—No me digas —dijo el Presidente Arelio encendiendo una flama junto al cigarro.

Echó humo al decirlo:

—Todo se puede si aceptas una cierta medida de inexactitud.

—¿En mi tesis?

—Y en la vida.

El Presidente Aurelio metió entonces la mano a la bolsa exterior de su saco azul marino. Sacó una moneda brillante. La deslizó por la madera de la mesa hasta Aurelio.

—Es un centenario de oro con tu perfil impreso. La mandarás acuñar en el año 5 de tu presidencia.

Aurelio tomó la moneda y la miró con cuidado. El perfil se le parecía pero era idéntico al de su visitante. Por lo demás, no era un centenario de oro, sino una moneda de plata, pero aún así le asombró y admitió sin chistar la inexactitud.

En ese momento despertó. Tenía en la palma de la mano la vieja moneda de plata, no era el candidato del PRI a la Presidencia de su país, era solo el coordinador de la campaña de otro hombre, y el PRI no parecía estar en vías de ganar la contienda, sino de perderla ante un candidato que prometía un gobierno honesto y de austeridad espartana.

—Pero eso elegí —la sonrisa irónica le afloró a Aurelio el maduro al pensarlo—, la inexactitud.

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