El último año de un presidente es definitivo para su herencia. Puede haber acumulado éxitos previos monumentales o haber, también, cometido errores garrafales, que la memoria de los doce meses finales termina siendo más importante para el porvenir que el resto de la gestión.

Enrique Peña Nieto ha tenido momentos buenos y también pésimos, pero será el tiempo que le resta como primer mandatario el que sedimentará con mayor gravedad en los libros de historia.

Frente a sí tiene tres desafíos que amenazan esa precisa memoria: la relación con los Estados Unidos, la crisis de criminalidad y el desempeño del jefe de Estado durante el proceso electoral.

Uno de los dolores más grandes de cabeza para la administración saliente continúa siendo el impredecible temperamento del presidente Donald Trump. Peña Nieto suele referirse a este dilema como la certidumbre de la incertidumbre.

Desde la época que el magnate era candidato, el presidente mexicano apostó por consolidar un canal de confianza a través del yerno Jared Kushner. No le importó el repudio de sus gobernados, mientras mantuviera libre y funcionando el canal de comunicación entre su entonces secretario de Hacienda, Luis Videgaray, y el marido de Ivanka Trump.

Una de las peticiones que Videgaray hizo entonces al yerno más poderoso del mundo fue que la Casa Blanca mantuviera a Roberta Jacobson como embajadora para México. Kushner logró que su suegro concediera este favor, conveniente por las habilidades diplomáticas de la funcionaria y, sobre todo, porque como pocas personas conoce la complejidad de la relación entre las dos naciones.

El reciente y súbito cambio de embajador debe traer muy inquieto al habitante de Los Pinos. Si bien Ed Whitacre ha hecho negocios con México, no se trata de un aliado del gobierno de Enrique Peña Nieto. En todo caso lo es de Carlos Slim, empresario con quien la actual administración ha sostenido severas tensiones.

El segundo gran dilema tiene que ver con el ascenso vertiginoso de la violencia. Es ya síntoma corriente en nuestro país que la curva de homicidios se alza durante los procesos electorales. Desgraciadamente 2018 no está siendo excepción. Parecen estar sucumbiendo todos los arreglos que en este sexenio contuvieron los pleitos entre los dueños criminales de las plazas.

Guanajuato, Puebla, Guerrero, Veracruz, la Ciudad de México, Colima, Nayarit, sólo por mencionar algunas entidades, están sufriendo una ola voraz de mortandad y no hay razón para confiar que este comportamiento criminal vaya a modificarse de aquí a finales de la administración.

El gobierno que sale no celebró las reformas institucionales para atender el fenómeno de la violencia y los arreglos que se hayan logrado, por debajo de la coladera, encontraron ya fecha de caducidad.

Por último está el dilema del jefe del Estado mexicano y su papel a propósito de la elección. Ante escenarios muy enrarecidos, sería aconsejable que el presidente Peña se abstuviera de intervenir en el proceso electoral. Pocas cosas crisparán peor el malestar social que el abuso del poder, desde Los Pinos, para inclinar la balanza y los resultados del próximo mes de julio.

Sin embargo, Peña Nieto difiere de este punto de vista. Primero operó personalmente dentro de su partido, no sólo para nombrar abanderado presidencial, sino también para diseñar y coordinar su campaña, así como para nombrar a la mayoría de las candidaturas relevantes.

Con el mismo arrojo, el Ejecutivo federal pareciera que está decidido a lesionar las oportunidades de los opositores al PRI. En estas semanas la guerra es contra Ricardo Anaya y luego vendrán los torpedos en contra de Andrés Manuel López Obrador.

El comportamiento del SAT y la PGR a propósito de las presuntas acusaciones en contra de Anaya son un pálido aviso de lo que está por venirse. Y tales instituciones en México no se mueven solas: el Presidente de la República autorizó su ingreso a la guerra electorera.

La relación con los Estados Unidos, la violencia y las elecciones marcarán la recta final de este mandato. Ninguno de los tres temas pinta bien y, sin embargo, hay decisiones que, desde la cúspide del poder, nos evitarían un destino accidentado.

ZOOM: Un presidente que interviene en su sucesión a costa de la paz y la civilidad será un ex presidente despreciado y perseguido. En sentido inverso, un jefe de Estado que sepa colocarse por encima de la vileza y la mezquindad gozará, con el tiempo, de mucho mejor reputación.

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