Alejandro González Iñárritu es contagioso. Su fuerza vital no aplasta, pero obliga a conspirar con él. Como torbellino pasó el martes por México y la elocuencia de sus argumentos contagió sin pedir permiso. Verlo trabajar de cerca ayuda a comprender el éxito que ha tenido en su carrera como cineasta.

Carne y Arena es su más reciente creación. Una apuesta artística arriesgada que podría haber significado su primer gran fracaso. Y sin embargo confirmó con ella la potencia de su talento. Con esta instalación de realidad virtual Iñárritu logró trascender dos fronteras en simultáneo: la de la tecnología y aquella que los migrantes cruzan a pesar de tanto.

El auto-subversivo director de Birdman se salió esta vez de la pantalla y la bidimencionalidad. Pero antes debió renunciar a ser cineasta. Hizo como quien comienza de cero. No invitó actores profesionales, sino personas que recrearon su propio personaje. No escribió un solo guión, sino varios; porque cada historia necesitaba su relato. No ofreció una sola narrativa, porque creó un universo donde el espectador es libre de escoger diversos recorridos. Y lo más importante de todo: logró que el espectador deje de serlo para convertirse en un personaje más de esa caravana de migrantes que atraviesa el desierto de Arizona y es capturada por los agentes de la migra.

Una y otra vez repite González Iñárritu que Carne y Arena no tiene propósitos políticos, porque es una obra esencialmente humana y también artística. En esto se equivoca. De toda su obra ésta es la más política. No podría ser de otro modo cuando el tema principal es la frontera. La línea que un nosotros opone frente a una distante tercera persona del plural, teniendo como principal propósito la exclusión.

Nosotros está armado, lleva botas militares, recorre el desierto en helicóptero y vehículos ruidosos, habla fuerte y en inglés, humilla, empuja, interroga, abusa. En cambio, ellos han dejado la mayoría de sus pertenencias en casa, van descalzos, mientras caminan intentan borrar sus huellas, no hablan inglés y alguno tampoco castellano, se arrojan al suelo como si fueran criminales, son vulnerables, son invisibles, son nadie.

Carne y Arena recrea seis minutos de lo que significa el choque entre el migrante y la persona responsable de expulsarlo. Es una exhibición del poder asimétrico, del poder arbitrario, del poder intolerante y por eso se trata de una obra de arte políticamente genial.

El espectador que es al mismo tiempo personaje, no emerge ileso después de la visita. Iñárritu lo obliga a tener un experimento emocional que será luego imposible de abandonar. Lo somete a ser migrante, lo empuja a cruzar la frontera, lo fuerza a comprender las razones del éxodo y, al final, lo emplaza a definirse dentro de un drama planetario.

“La experiencia sensible nos vuelve más sabios,” afirma con énfasis el artista. Habrá necios que refuten esa hipótesis, pero ciertamente Carne y Arena aporta una poderosa carga de conciencia sobre el fenómeno de la migración. Un trancazo que amorata las neuronas.

Hay una imprecisión en la propaganda para visitar esta instalación que, en México, está localizada dentro el Centro Cultural Universitario de Tlatelolco de la UNAM:

No es cierto que la experiencia dure seis minutos. Por obra de la relatividad del tiempo los compañeros de viaje terminan alojados en la memoria de tal manera que esta vivencia se prolonga por días y meses.

Carne y Arena ocurre gracias a la realidad virtual que el artista inventó para que ellos y nosotros nos diéramos cita en su universo asombroso. Pero en realidad es mucho más que un esfuerzo tecnológico magníficamente logrado, porque en su concepción y ejecución todo el tiempo está presente la belleza.

Mientras Iñárritu es el filósofo que concibió ese sueño singular, Emmanuel Lubezki es quien hizo que las imágenes, los colores y las texturas secuestren la conciencia. Ambos son responsables del contagio, tocan cuerdas del espíritu para volvernos resistentes frente a la guerra extendida que se está librando en contra de la muy antigua práctica humana de migrar.

ZOOM: Carne y Arena trasciende una tercera frontera: si se tiene curiosidad por saber cómo serán en el futuro la educación, la capacitación, los museos, el entretenimiento, la pornografía, la terapia sicológica y tantas otras actividades de lo humano, vale la pena reservarse un lugar para visitar esta talentosa obra del mexicano Alejandro González Iñárritu.

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