Cuando Andrés Manuel López Obrador dijo el martes en el tercer debate de candidatos presidenciales que revertirá “la mal llamada reforma educativa”, porque “fue una imposición del Fondo Monetario Internacional”, reapareció virulenta una corriente de opinión que se dice escandalizada con esa retórica que, a su juicio, es palmaria evidencia de que AMLO “es un hombre anclado en el pasado”.

¿Realmente lo está? ¿Es su discurso anacrónico? ¿Tiene algo que ver el FMI con esa y otras reformas impulsadas por el gobierno del presidente Peña Nieto? A juicio del candidato presidencial de Morena-PT-PES estamos ante una reforma que más que incidir en la calidad de la educación se centró en los términos de contratación de los maestros y en el debate sobre el respeto a sus derechos laborales y los excesos de control político en los que inobjetablemente incurrió el sindicalismo magisterial.

¿Dónde está la imposición del FMI declarada por AMLO? Remontémonos, primero, a 1989, año en que el economista británico John Williamson acuñó el término Consenso de Washington. En él describía un conjunto de diez fórmulas para que los países en desarrollo azotados por la crisis implementaran un paquete de reformas estándar bajo la batuta de dos instituciones con sede en la capital estadounidense, el FMI y el Banco Mundial, así como del Departamento del Tesoro estadounidense.

Para que esas naciones, entre ellas México, accedieran a los fondos de rescate del FMI y el BM, sus gobiernos debían aplicar a rajatabla dichas fórmulas. A saber, la estabilización macroeconómica, la apertura comercial y de las inversiones, la reducción del Estado y la expansión del mercado (con su famosa “mano invisible”) dentro de las economías internas.

Cuatro años antes (1982) empezaba en México la presidencia de Miguel de la Madrid, en medio de una grave crisis de deuda. Se nos vendió como una crisis exclusiva de México, cuando lo era de todas las naciones en desarrollo.

Surgió entonces el llamado Plan Brady, a propósito del nombre de quien fuera secretario del Tesoro estadounidense en los gobiernos de Ronald Reagan y George Bush padre. La fórmula fue alargar plazos de pago a cambio de implementar las políticas que después constituirían el Consenso de Washington, primordialmente la venta de bienes de la nación, de preferencia baratos, por la vía de las privatizaciones. Y en contra del aparente objetivo del Plan Brady de saldar y reducir la deuda, ésta, por el simple alargamiento del plazo y los consecuentes intereses se quintuplicó de 85 mil millones a 500 mil millones de dólares durante los gobiernos de Salinas de Gortari, Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto.

Fue a ellos a quienes les tocó implementar las fórmulas, aún vigentes, del Consenso de Washington. Hoy ya no queda nada que vender y el Estado se redujo de tal manera que ya ni siquiera es capaz de cumplir con su función sustantiva: garantizar la seguridad de las personas y sus bienes. De ribete, la violencia delincuencial lo puso en jaque.

El TLCAN, última agarradera del proyecto nacional neoliberal (aunque le choque escucharlo a sus militantes) está en un impasse que nos genera una incertidumbre desproporcionada, si asumimos que en términos generales, nos ha convertido en recipiente de inversión extranjera que llega interesada en nuestra baratísima mano de obra, lo que nos tiene en una especie de campo de concentración lleno de muertos y pobres. Esas son, a final de cuentas, condiciones de mercado que, para seguir reproduciéndolas, requieren de un modelo educativo que les dé aliento de largo plazo. Ahí se inserta la reforma de este gobierno, en consonancia con el adelgazamiento del Estado y la consecuente limitación de la educación pública; y la privatización educativa que privilegia a las élites y al cada vez menor número de mexicanos en condiciones de pagarla.

Esta reforma educativa, luego entonces, es una de las consecuencias del Consenso de Washington, una imposición, sí, del FMI. Verá usted que no es retórica anclada en el pasado, sino una lectura muy actual de la realidad.

En ella, la mano de obra barata, el trabajador, es tratado como un costo o como un gasto o un recurso, una materia prima, un parásito, un paria. “Los obreros han pasado de un estatus de explotados a otro de desechos”. Y la frase no es de ningún populista en el poder o en el olvido. La frase es del papa Francisco. ¿Quién ve entonces hacia el futuro y quien hacia el pasado? ¿Por qué les cuesta tanto entender que quién siembra miseria recolecta ira?

INSTANTÁNEA. PRECISIONES. Acuso recibo de la réplica enviada a esta columna por el senador Manuel Bartlett a propósito de lo aquí escrito en la entrega pasada. Señala que “es falso” que él haya reconocido un fraude electoral cometido en las elecciones presidenciales de 1988 aunque acepta que existió un acuerdo PRI-PAN “para apoyar la calificación de la elección de Salinas de Gortari en el Colegio Electoral”. También dice desconocer que haya habido “prospecciones confiables a las que se refiere sin sustento” respecto al triunfo, entonces de Cuauhtémoc Cárdenas. Me referí a ellas a partir del acopio periodístico de información que se fue haciendo aquella madrugada de 1988 como parte de nuestra cobertura periodística en IMEVISIÓN. Le agradezco, por otra parte, la recomendación que el senador Bartlett me hace de leer su libro Juicio por daño moral. Estudio de caso: la caída del sistema. Lo leeré.

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