La preocupación mayor respecto al triunfo de Andrés Manuel López Obrador y de Morena no reside en el ámbito económico, sino en el político. Y no sólo en relación al ejercicio del poder durante el sexenio que comienza en el que no enfrentará mayores contrapesos, sino en el perfeccionamiento de la incipiente democracia mexicana en los años por venir.

Por lo menos desde el sexenio de Carlos Salinas no tiene México un presidente con tal acumulación de poder: cómodas mayorías en ambas cámaras, mayoría de Morena en 18 legislaturas estatales, procónsules federales en capitales estatales, fiscales general, electoral y contra la corrupción de su elección, nombramiento de por lo menos tres ministros para la Suprema Corte de Justicia de la Nación, de cuatro subgobernadores y gobernador del Banco de México y de sendos comisionados en Inegi, Cofece, IFT, CRE, CNH y otros organismos del Estado. Estos nombramientos, que van a cambiar el carácter de las instituciones, es probable que sean mucho más numerosos y rápidos en virtud de previsibles renuncias por los recortes anunciados a las compensaciones totales de profesionistas especializados. Y no sólo en juntas de gobierno, sino que la sangría de talento puede ser muy significativa en primeros y segundos niveles de especialistas clave.

En este contexto cabe preguntarse si el nuevo gobierno está dispuesto a contemplar una reforma político-electoral para asentar los cimientos democráticos del país. No es muy temprano para empezar a reflexionar sobre una necesaria reforma al sistema de partidos y a los procesos electorales para hacer menos probable regresar a un sistema de partido único, y no democrático, contra el que se ha luchado tanto tiempo. No es un reto menor por la mexicana querencia natural hacia el tlatoanismo.

Una reforma político-electoral que fortalezca las posibilidades de la democracia debe incluir los siguientes temas:

Primero, la aplicación de las bienvenidas medidas de austeridad en el gobierno federal a los órganos electorales y los partidos políticos. La democracia mexicana es demasiado cara con relación a cualquier otra en el mundo y refleja que la transición hacia un sistema competido se logró con la cooptación pecuniaria de la clase política. Estos caudales de recursos son corruptores y se traducen en extorsión sistemática de personas y negocios en tiempos electorales. La mejor medida de austeridad electoral consiste en reducir su costo: campañas cortas, límites a la spotización y a la coacción del voto. Además, es imprescindible reducir el presupuesto a partidos y a órganos electorales, incluidos los estatales.

Segundo, reconocer de manera plena que los partidos políticos son de interés público y por lo tanto deben sujetarse a disciplinas de transparencia, fondeo y funcionamiento interno, incluidos procesos democráticos para la selección de dirigencias y candidatos. Los reglamentos internos de los partidos deben evitar erigir altas barreras de entrada para el ingreso y para la selección de candidatos. Esto es importante para todos, pero también para Morena en su tránsito de movimiento a partido.

Tercero, invertir el perverso orden actual con relación a primarias y coaliciones. La formación de coaliciones se ha convertido en una forma expedita para evitar procedimientos democráticos para la selección de candidatos ya que en ellas no obligan los reglamentos internos de los partidos. La ley debe especificar que las coaliciones serán permitidas una vez agotados los procedimientos internos para selección de candidatos.

Cuarto, es necesario fortalecer la decisión de los individuos de presentarse a una reelección y eliminar el requisito de que tengan que hacerlo de manera obligatoria por el partido que representan. La permanencia del PRI durante 70 años se debió en mucho a la no reelección y al control de los líderes sobre miembros que tenían que recolocarse en el juego de las sillas cada tres o seis años. Con reelección competitiva la probabilidad de partido hegemónico y votos uniformes es menor.

Quinto, a pesar del resultado electoral de este julio, sigue siendo necesario legislar la segunda vuelta como mecanismo para ciudadanizar el proceso. Con ella los conflictos postelectorales los dirimen los votantes y no las autoridades, se fomenta la competencia y la diversidad con primeras vueltas más abiertas, se obtiene siempre un mandato mayoritario y se privilegian las posiciones más sensatas para ser viables en segunda vuelta. México sigue siendo una excepción en la materia.

Sexto, sigue siendo muy importante reducir el periodo de transición entre elección e inicio de gobierno. Las reformas constitucionales de 2014 dejaron la transición, a partir de 2024, demasiado larga con cuatro meses y ya no cinco. El ideal hubiese sido que la elección siguiere en julio y la toma de posesión el primero de septiembre al mismo tiempo que el Congreso y no como quedó con elección en junio e inicio para el nuevo Ejecutivo el 1 de octubre. Se antoja francamente increíble que los legisladores hayan sido tan cortos de miras. Las transiciones largas no son sólo ineficientes y peligrosas, sino antidemocráticas; urge hacerlas cortas como en la abrumadora mayoría de las democracias.

El impulso que dé, o deje de dar, López Obrador a reformas político-electorales que consoliden y mejoren la democracia, será el mejor indicador de su compromiso para con ella. Las expectativas no son altas.

Twitter: @eledece

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