No hay país más peligroso que Corea del Norte. Por supuesto, habrá quien diga que Estados Unidos, que tiene el ejército más grande del planeta y una historia innegable de belicosidad, también tiene lo suyo, sobre todo con un hombre impredecible, vanidoso e iracundo como Donald Trump. Pero Trump es presidente de Estados Unidos, no emperador. Incluso en el peor escenario, el sistema estadounidense en gran medida acota a su poder ejecutivo. En otras palabras: en cuanto a la Guerra —así, con “G” mayúscula—, Trump no se manda solo. Kim Jong-un es otra cosa. Heredero de una dinastía brutal que se asume desde hace más de medio siglo como la encarnación misma de su patria, Kim no tiene contrapeso alguno. Así eran también su padre y su abuelo, misántropos que vivían entre lujos excéntricos (a Kim Jong-il le gustaba el coñac, los musicales, los autos de lujo y matar de hambre a su gente) y gobernaban con una mezcla horrenda de desprecio y furia. Más que en cualquier otra del último medio siglo, en la dictadura norcoreana no se movía ni se mueve una hoja sin que lo sepa el dictador en turno de la dinastía Kim. Hoy, si Kim Jong-un dice que el país va a la guerra, va a la guerra. Palabra del Gran Líder, Gran Sol del Siglo XXI, Eterno Secretario General de su Partido (ojo: títulos reales).

De ahí que lo ocurrido en la frontera entre las dos Coreas el viernes pasado tenga al menos el potencial de ser histórico. La escena, al menos, lo fue. El presidente surcoreano, Moon Jae-in, se acercó a la línea fronteriza y recibió con una sonrisa a Kim Jong-un, que bamboleaba cual botarga, vestido de negro y con el pelo engominado. Ambos se tomaron de las manos y Kim cruzó de un paso hacia tierra surcoreana. Segundos después, Moon hizo lo propio, convirtiéndose en el primer mandatario de Corea del Sur en pisar el reino ermitaño. Fue solo el principio. Después vinieron reuniones, paseos, conversaciones acompañados y a solas. Kim y Moon caminaron en un desfile y plantaron un árbol en nombre de la paz. De no ser por los besos, abrazos y risas en Washington entre Trump y Emmanuel Macron, el encuentro entre Kim y Moon habría ganado el premio a la más empalagosa reunión entre dos jefes de Estado de los últimos tiempos. Increíble para dos naciones que, hasta hace un par de meses, parecían dirigirse no a la posible reunificación, sino al Holocausto nuclear.

Aun así, el acercamiento histórico corre el riesgo de terminar siendo mucho teatro y poca sustancia. Los gestos simbólicos importan, y lo que pasó en la frontera el viernes pasado no es poca cosa, pero el camino hacia logros auténticos en la península coreana parece todavía un campo minado. En los días posteriores a la cumbre con Moon, Kim Jong-un ha repetido estar dispuesto a deshacer su programa nuclear si Estados Unidos se compromete a no invadir Corea del Norte. Parece demasiado sencillo. Lo más probable es que, aprovechando su fortaleza en la mesa de negociación (no es lo mismo un país en vías de obtener un arma nuclear que un país que ya la tiene), el líder norcoreano insista, primero, en el cese de algunas de las severas sanciones económicas impuestas en los últimos años. No será fácil. La Casa Blanca ha dicho que no está dispuesta a comprometerse a ninguna reducción en las sanciones si antes no cuenta con la certeza de que los norcoreanos dejarán por completo su programa nuclear. Se trata, pues, de una negociación que requerirá de extraordinario conocimiento y talento diplomático. El problema, caray, es que del otro lado de la mesa estará Donald Trump.

Cuando Trump se reúna con Kim Jong-un a finales de mayo o principios de junio, su misión central será convertir las buenas intenciones en metas claras y alcanzables. Tendrá que exigir, pero conceder, convencer y entender. Deberá ser más astuto que Kim, al que ha insultado varias veces. Será, en cierto sentido, la operación diplomática más fina y compleja que ha enfrentado un presidente de Estados Unidos en un buen tiempo. No es imposible que Trump salga bien librado, sobre todo si la voluntad de apertura de Kim Jong-un tiene algo de genuino detrás del histrionismo. Si Trump consigue adelantar el proceso de paz y libra al mundo de la amenaza nuclear norcoreana, si consigue impulsar el deshielo del lejano oriente, habrá que reconocérselo. Podrá ser el burro que tocó la flauta, pero habrá que reconocérselo. Ahora, si Trump llega mal preparado, envalentonado y simplón y termina desaprovechando esta oportunidad histórica, las consecuencias podrían ser graves de verdad. No es difícil imaginar a Kim Jong-un frustrado o indignado, dando marcha atrás al intento de apertura y enconchándose aún más en la retórica belicista que ha sido la norma en Corea del Norte. De ser así, Trump será responsable no solo de robarle al mundo la posibilidad de la distensión, sino de someter a toda una región a años de renovada hostilidad. Ya veremos.

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