Llevo casi un par de décadas dedicado a escuchar y narrar las vidas de la comunidad mexicana en Estados Unidos. Encuentro algunas constantes, como la ausencia de la figura paterna (el padre emigra, o bebe, o abandona, o golpea, o muere antes de tiempo, pero rara vez está presente y construye) o el carácter heroico de la figura materna, que cría y sostiene ante la desaparición de su contraparte. Otro factor en común es el desprecio por los políticos mexicanos. Los inmigrantes hablan de quien gobierna México con una mezcla de resentimiento, perplejidad y rencor profundo. En mi experiencia, identifican a los políticos como responsables de su desarraigo, autores del colapso de una tierra que nunca habrían querido dejar. Les duele, también, no poder participar como quisieran. Les interesa la política mexicana, pero encuentran complicado (a pesar de que ha mejorado mucho) el proceso para votar desde el extranjero. A eso habría que sumar la angustia por no sentirse suficientemente protegidos en Estados Unidos. Sienten, con toda razón, que el gobierno de México los ha dejado solos ante la amenaza de la deportación y la fractura familiar. En suma, los inmigrantes no se sienten representados allá ni defendidos acá. Peor combinación, imposible.

No les falta razón. Ningún político mexicano ha estado ni remotamente a la altura de los más de 30 millones de mexicanos que luchan todos los días en tierra estadounidense.

A juzgar por una experiencia reciente, las cosas no pintarán mejor con el siguiente gobierno mexicano. El viernes moderé una mesa de debate con representantes de política exterior de los que, hasta finales de la semana, eran los tres candidatos a la Presidencia de México. Estuvo por Los Ángeles Héctor Vasconcelos, anunciado como futuro Canciller del potencial gobierno de Andrés Manuel López Obrador, y Fernando Belaunzarán, representando la agenda internacional de Ricardo Anaya. El PRI tuvo una mala noche: su panelista llegó una hora tarde, cuando el encuentro estaba a minutos de concluir. Los invitados hablaron frente a inmigrantes y organizaciones defensoras de la comunidad indocumentada. Lo que escuchamos, por desgracia, no da para el optimismo.

Después de criticar con dureza (y justicia) al gobierno peñanietista por su mal manejo de la relación con EU, Vasconcelos y Belaunzarán hablaron sin mayor concreción sobre lo que cada uno de sus gobiernos haría frente al desafío trumpista. Vasconcelos repitió su apego a la no intervención pero volvió a compartir la idea de transformar a los consulados en procuradurías en defensa de los indocumentados, idea de compleja aplicación además de confusa: “¿Qué no es eso lo que los consulados tienen que hacer de todos modos?”, me dijo uno de los asistentes después del encuentro. En cuanto a qué hacer con Trump, Vasconcelos dice creer que el presidente de EU respetará de inmediato a México porque, a diferencia de Peña Nieto, López Obrador será un presidente electo legítimamente. Voluntarismo en estado puro: al parecer, en esto, como en otros asuntos, lo único que necesita México es estar en manos del carisma supuestamente inagotable y persuasivo del candidato de Morena. Él puede arreglarlo todo, incluido convencer al chivo en cristalería de la Casa Blanca.

Fiel al espíritu combativo de la campaña anayista, Belaunzarán sugirió que México enfrente directamente al gobierno de EU en función de las deportaciones y el abuso a los inmigrantes. Habló largo y tendido. Por desgracia, también en la tradición de Ricardo Anaya, Belaunzarán no llenó de sustancia su indignación. Cuando quise saber algunas medidas concretas y nuevas para hacer frente al reto de un gobierno nativista en Washington, Belaunzarán me remitió a la propuesta de Jorge Castañeda de no recibir deportados que no puedan demostrar la ciudadanía mexicana, más una ocurrencia provocadora que una política de Estado. Mucho arrebato, poca propuesta: la esencia del anayismo, al menos hasta ahora.

Del representante del PRI hay poco que compartir: su impuntualidad redujo su participación a escuchar una pregunta y recibir una tunda de abucheos y recriminaciones. Representación perfecta del estado de la campaña de José Antonio Meade.

Todo esto es una pena. La relación con EU no admite la dilación de lo abstracto. Los inmigrantes viven en la más concreta de las angustias y necesitan un gobierno mexicano que les ayude y los proteja con mucha mayor imaginación y firmeza. No hay tiempo que perder. Las cosas en el Washington de Donald Trump se pondrán peor. Poco a poco, Trump ha marginado a voces moderadas y medianamente sensatas como Rex Tillerson o H.R. McMaster para acercar a otros, más peligrosos, como Mike Pompeo o el aterrador (no exagero) John Bolton. Esa es la caterva de intolerantes con la que tendrá que lidiar el siguiente presidente de México. A esos no se les persuade desde el aura carismática, la arenga abstracta o la confrontación estéril. Urgen proyectos concretos que hagan una diferencia en la vida de millones de mexicanos, muchos de ellos perseguidos cotidianamente. Ni más ni menos.

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