Andrés Manuel López Obrador ganó la presidencia de México por sus ideales antes que por sus ideas.

Esta observación no resta mérito alguno a su gesta electoral. Al contrario: después de una elección de cambio que se disputó en el terreno de las emociones, supone reconocer las razones por las que el mensaje lopezobradorista encontró un eco que, de tan potente, resultó invencible.

En gran medida, la campaña de López Obrador dependió de ocurrencias provocadoras que establecieron agenda (y que hoy parecen inviables) y, sobre todo, de la promesa de una renovación moral ambiciosa que, a decir de López Obrador , cambiaría no solo los modos de la política en México sino incluso la manera de hacer vida pública. Esa promesa está en el centro de su promesa de terminar con la corrupción, su proyecto de “justicia transicional” y, por supuesto, la idea de redactar una constitución moral. En suma, López Obrador ganó porque prometió a los mexicanos deshacerse de las viejas formas de hacer política . Prometió hacerlo, además, no solo en lo simbólico (vivir modestamente, viajar sin lujos ni escoltas) sino en lo profundo. Juró, en otras palabras, ejercer un liderazgo eminentemente moral. Ahí radica su ofrecimiento central, su trascendencia y hasta su encanto. Y de ello depende, también, el futuro de su presidencia.

Después del primero de julio, varios simpatizantes suyos han utilizado la indiscutible mayoría obtenida en la elección como justificación de un cambio en los términos y con los modos que le plazcan al presidente electo y su partido. Pero no solo eso: hay quien insiste en que el calibre del triunfo implica un mandato tan categórico que es incuestionable. En términos puramente aritméticos, tienen razón (y no es poca cosa). En términos políticos, puede que la tengan también: el legislativo y otras instituciones en México parecen haber asumido la llegada del nuevo presidente más como una coronación que como el principio de un sexenio con límites de toda índole y una fecha de caducidad. Ante la aplanadora, han olvidado la capacidad y hasta la obligación de disentir. Allá ellos. Al asumirlo así, olvidan la esencia libre y plural de la democracia.

En lo que no tienen razón los intérpretes más absolutos de la victoria de López Obrador es en la garantía de estabilidad del respaldo público al nuevo presidente si no demuestra estar a la altura de su promesa más importante. Sería ingenuo pensar que todos los mexicanos que votaron por López Obrador lo hicieron con la misma convicción o, más significativo todavía, con el mismo tipo de convicción. Es evidente que cuenta con una base sólida e incluso incondicional de simpatizantes que lo acompañarán en sus decisiones más polémicas e incluso en aquellas abiertamente cuestionables. Pero un porcentaje no menor de esos 30 millones de votos que recibió López Obrador se inclinó por él para castigar los modos del putrefacto sistema político mexicano. Dadas las cifras de repudio al presidente en funciones y a su partido, no es aventurado suponer que los electores que no pertenecen al tercio típicamente lopezobradorista del electorado votaron esta vez por López Obrador porque optaron por creer, antes que en alguna iniciativa específica, en su promesa de renovación y liderazgo moral. Hablando en plata: se compraron la historia del parteaguas; creyeron que este hombre no sería como los demás.

De ahí el tamaño del riesgo en la apuesta del presidente electo durante la transición . Resulta que antes que aprovechar los meses para marcar distancias ya infranqueables con el régimen anterior, López Obrador parece decidido a emular sus modos. Ha gastado capital político nombrando a figuras de otro tiempo, algunas de ellas emblemáticas de ese modo de hacer política que el propio López Obrador juró combatir. Ha callado ante la liberación de Elba Esther Gordillo y otras tropelías inaceptables en un México en proceso de supuesta regeneración moral. En aras de una supuesta transformación de la vida pública ha puesto en marcha una regresión, reivindicando el presidencialismo, el centralismo y el culto a la personalidad. Se ha engolosinado con la adulación, que retumba en el Congreso como no ocurría desde los tiempos más ignominiosos del monstruo priista. Ha ninguneado e infantilizado a la prensa. Ha permitido (porque nada se mueve en su partido sin que antes lo sepa él) que se atropellen procesos democráticos elementales, como en el caso repugnante de Manuel Velasco . La lista es larga y el espacio es breve.

Me adelanto a la réplica y acepto que buena parte de las indignidades anteriores puede por supuesto explicarse desde la naturaleza transaccional de la política. “Si esto es lo que se requiere para consolidar el proceso de cambio en México”, dirán, “pues que así sea”. La mala noticia para López Obrador es que ese pragmatismo feroz puede encontrar su límite en las únicas riendas que importan en la democracia: la desilusión de los votantes. El presidente electo haría bien en advertir que su talón de Aquiles está , paradójicamente, en la que fue su mayor fortaleza. Se presentó como un hombre similar al ave cuyo plumaje es de aquellos “que cruzan en pantano y no se manchan”, verso de Díaz Mirón que tanto le gusta repetir. Ahora, el poder parece haberle dado carta blanca para zambullirse gozoso al mismo lodazal que antes señalaba, asqueado. Vive una contradicción que debe resolver. O ejerce el liderazgo moral que prometió por décadas o corre el riesgo de confirmar uno de las advertencias de sus detractores: que es, en el fondo, solo un priista más, antes un vestigio de otra época que un presidente transformador que merece un sitio junto a Juárez y Madero. El poder desnuda a quien lo ejerce y el pueblo, como dirían los clásicos, es sabio. Y tiene poca paciencia.

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