Salvo que ocurra algo dramático e impredecible, Andrés Manuel López Obrador ganará la Presidencia de México dentro de un mes. Sería un triunfo merecido. Gracias a la irresponsabilidad histórica del presidente Enrique Peña Nieto y su partido, López Obrador finalmente puede argumentar, con toda justicia, que la historia lo ha reivindicado. Durante dos décadas ha construido su mensaje político alrededor de un solo postulado, que ha repetido hasta la obsesión: México es gobernado por cínicos que hacen de la corrupción y la impunidad su modus vivendi. El PRI y sus cleptócratas se han encargado de darle la razón y la historia así los juzgará. López Obrador, mientras tanto, ha hecho campaña como un hombre que se sabe legitimado. Entendió antes que nadie que la de 2018 sería una elección de cambio y se adueñó por completo de la narrativa de renovación que anhela un electorado profundamente agraviado. Su campaña —repetitiva, carente de verdadera sustancia pero muy eficaz— refleja el cuidado de esa ventaja.

Hay otro factor a considerar en la potencia actual del lopezobradorismo, que puede derivar, de extenderse al Legislativo, en la Presidencia más fuerte que ha visto México en décadas. Tiene que ver con las promesas del candidato. Más que a un cambio gradual, López Obrador se ha comprometido a un parteaguas. Piensa transformar México no solo hacia la prosperidad sino hacia la felicidad definitiva. Le ha dicho a millones de mexicanos hambrientos de fe política que la pobreza y el crimen desaparecerán, lo mismo que la corrupción. Tampoco habrá ya la necesidad de migrar, a menos de que sea por el mero gusto de hacerlo. Lea el lector el último capítulo del libro más reciente de López Obrador. Las promesas ampulosas abundan, y están escritas con emoción y vehemencia: para el 2024 “el campo producirá como nunca”, “la delincuencia organizada estará acotada y en retirada”, “ningún mexicano padecerá de hambre y nadie vivirá en la pobreza extrema”, “tendremos reforestado todo el territorio nacional”, “creceremos 6 %”, “la población crecerá de manera pareja en todos los pueblos del territorio nacional”. López Obrador promete una “sociedad mejor” desde la “revolución de las conciencias” que arraiga en “la verdad, la moral y el amor al prójimo”. López Obrador ofrece, en suma, el paraíso.

El problema, por supuesto, no está solo en el “qué” sino en el “cómo”. Detrás de buena parte de los compromisos de López Obrador está la fe en un personalísimo acto de magia. El método está en la persona: la solución no es otra más que el propio López Obrador. La corrupción, ha dicho, comenzará a terminarse con la llegada del nuevo presidente. Será él quien, con su mera presencia, contagiará de honestidad y ánimo de trabajo honesto a corruptos y delincuentes. Será también su estampa la que, dada la legitimidad de la que presume, servirá para contener a Donald Trump y persuadirlo de negociar con justicia el nuevo TLCAN o tratar con humanidad a los paisanos en Estados Unidos. Lo mismo ocurrirá con la producción y el tráfico de drogas como, por ejemplo, los opioides: los miles de guerrerenses que siembran amapola dejarán de hacerlo una vez que López Obrador llegue a la Presidencia porque ese hecho en sí terminará con la corrupción y el crimen, y eso a su vez acabará con la necesidad de sembrar amapola en lugar de maíz. En suma, el génesis del nuevo México, el big bang de nuestra armonía y paz, ocurrirá no con la construcción paulatina, dolorosa y larga de un país perfectible sino con el arribo de un hombre mágico. Todos estaremos mejor con López Obrador. Por él y desde él: punto y se acabó.

Esta vehemencia mágica merece un debate profundo no solo por la probabilidad de su triunfo sino por la inevitable decepción que, eventualmente, acompañará a su gobierno. Esto último no es una condena a priori ni mucho menos: ocurre que todavía no ha nacido el político mágico. Los problemas de México son mayores al voluntarismo de un solo hombre, aunque tenga las mejores intenciones. Por eso es importante preguntar desde ahora: ¿Qué ocurrirá cuando pasen los primeros meses y haya amainado el aplauso tras las primeras decisiones (la venta del avión, la transformación de Los Pinos en centro cultural, etc.) , que serán dramáticas y populares en el corto plazo pero solo simbólicas en la verdadera solución de los dilemas mexicanos? ¿Qué pasará cuando la pobreza, el crimen y la migración no desaparezcan en México al concluir el sexenio? ¿Qué dirá el nuevo presidente cuando los campesinos de Guerrero sigan atendiendo sus sembradíos de amapola, los cárteles sigan suministrando metanfetaminas al voraz mercado estadounidense o la tala continúe en el sur del país? ¿Qué hará cuando Donald Trump insista en separar familias, redoble esfuerzos de persecución de inmigrantes o, a pesar de los mejores esfuerzos de persuasión del nuevo presidente mexicano, endurezca el discurso nativista rumbo al 2020? En suma: ¿qué hará Andrés Manuel López Obrador cuando la realidad le demuestre los límites de su encanto?

Finalmente, hay una pregunta más dramática e importante. ¿Qué ocurrirá cuando los mexicanos —los que votaron por López Obrador y los que no, para esto da igual— se enfrenten con la desilusión de las promesas incumplidas? La llegada al poder de López Obrador no se entiende sin el desencanto justificado con un sistema que, a los ojos de millones, funciona solo para unos pocos y engendra corrupción y violencia. López Obrador optó por prometer la salida a esa desilusión en los términos más ambiciosos e improbables. Pero lo cierto es que ese mejor México no nacerá por decreto o magia. ¿Cómo responderá el país cuando se corra la cortina y el mago que prometía la resurrección mexicana resulte ser solo Andrés Manuel López Obrador, un hombre honesto y, uno espera, de buenas intenciones enfrentado con los límites inevitables y tercos de la realidad? ¿Qué rostro tomará esa nueva desilusión? Vale la pena pensarlo.

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