La peor derrota de la historia del futbol mexicano ocurrió hace cuarenta años exactos, el 6 de junio de 1978, en Córdoba, Argentina. No solo me acuerdo bien de aquella tortura contra Alemania: es, quizá, mi primer recuerdo de vida. Llevo en la memoria la sala familiar, con mi abuelo, mis tíos y mis padres, todos grandes aficionados al futbol. Me acuerdo del sonido del himno y la expectación de la que prometía ser —y esto lo supe después— una selección mexicana digna, incluso ganadora. Y luego recuerdo con absoluta nitidez el desánimo generalizado y ese silencio jodido de resignación y rabia que siempre termina acompañando, más temprano que tarde, los periplos de la selección mexicana en la Copa del Mundo. Había, sin embargo, algo distinto en ese silencio. Era la sacudida inconfundible de la humillación.

Hace unos días, en ánimo estrictamente periodístico, vi el partido de nuevo. Fue mucho peor de lo que lo recordaba. Ahora, que llevo cuatro décadas viendo futbol, puedo apreciar el calibre del desastre del equipo de Roca. Cada gol alemán subraya una de las carencias históricas de nuestro futbol, sobre todo antes del principio de la décadas de los noventa, cuando dimos, les cuadre o no a los pesimistas, un brinco de calidad. El primero es una descolgada impune de Berti Vogts desde antes de la media cancha culminada por Dieter Mueller tras una finta de primaria sobre un defensa mexicano. El segundo es peor. Un contragolpe alemán en el que los mexicanos se le quedan mirando al rival como quien admira una intocable obra de arte. ¿El tercero? Un fallido intento de madruguete en un tiro libre deriva en un recorte infantil de, me parece, Mendizábal. Rummenigge recoge apenas afuera de su propia área y avanza decenas y decenas de metros hasta anotar. Los mexicanos ni le acercan ni lo incomodan: atónitos, aterrados, ridículos. Los otros tres goles son parecidos, mezcla de ingenuidad, pánico e incapacidad. Es, y no exagero, un despliegue de patetismo como no he visto otro. No por nada les decían “ratones verdes”.

El futbol, sin embargo, ofrece revanchas. México se ha visto las caras con Alemania dos veces en Mundiales desde la debacle de Córdoba. Hemos perdido en ambos casos. Pero el sabor de la derrota, aunque evidentemente amargo, no ha sido el mismo. En Monterrey, en 1986, México fue mejor que los alemanes hasta que las piernas de medio equipo no dieron para más. En Francia, el equipo de Lapuente tuvo en un puño al de Vogts. Si Luis Hernández hubiera metido ese segundo gol tan evidente, el resultado quizá habría sido distinto. El hubiera, claro, no existe. Pero lo que sí existió en ambos partidos, el de Monterrey y el de Montpellier, fue una sensación innegable de progreso. Poco a poco, México había cerrado la brecha frente al equipo alemán. Parecía más cercano un triunfo mexicano que una repetición de aquel horrendo seis a cero. Poco a poco, habíamos crecido.

El partido inaugural del Mundial de Rusia es, antes que nada, una prueba extraordinaria para demostrar que, cuarenta años más tarde, el futbol mexicano de verdad ha progresado. Las coincidencias son notables. El partido ocurrirá, repito, a cuatro décadas exactas del desastre aquél. Como en el 78, Alemania es el campeón del mundo y, aunque los cuadros no son idénticos, la base será la misma. Los jugadores mexicanos, pues, tendrán la oportunidad de vengar una derrota que ninguno de ellos vivió pero que marcó, sin duda, la vida de sus padres y la del futbol nacional.

Para lograrlo, el equipo que dirige Juan Carlos Osorio debe hacer honor al avance histórico del futbol mexicano. A finales de los setenta, exportar jugadores al mercado europeo era un sueño: ningún futbolista del equipo de Roca jugaba en Europa. No fue sino hasta dos años después del Mundial que Hugo Sánchez puso la muestra y se fue a buscar fortuna en España. Después, en la segunda mitad de los ochenta, algunos comenzaron a animarse a la aventura: Aguirre, Flores, Negrete, De la Torre. Luego vendría el éxito de Luis García y algunos más. Hoy, casi todos los futbolistas que alinearán contra Alemania juegan fuera de México. No es un asunto trivial. La competencia, como la práctica, es precursora de la excelencia. México también ha aprendido a respetar los procesos de los entrenadores nacionales. Contra viento y marea, incluso frente al escepticismo de muchos (entre los que me cuento), la Federación Mexicana de Futbol le dio un largo voto de confianza a Juan Carlos Osorio como técnico mexicano. Más allá de Osorio y sus peculiaridades, es el camino correcto. A todo esto hay que sumar, en el análisis del progreso del futbol mexicano, la realidad estadística. Sí: México se ha quedado al margen de la gloria, perdiendo en los malditos octavos de final desde 1994. Pero ha competido con creces; ha demostrado que ha crecido, con lentitud exasperante, pero ha crecido. Hace tiempo que dejó de ser un equipo frágil (dejemos de lado, por un momento, ese 7-0 contra Chile). Desde hace tiempo, México compite con absoluta dignidad e incluso fortaleza contra los grandes del mundo. El equipo no es ni comparsa ni víctima de nadie. Los tiempos de pánico frente a la carrera violenta de Rummenigge o el recorte de Mueller se han ido ya y no pueden volver. Ya no es tiempo de humillación, sino de dignidad, gallardía y, en una de esas, heroísmo. Es hora de demostrar de qué han servido cuarenta años de crecimiento y aprendizaje. Es la primera ronda de la Copa del Mundo y enfrentamos a Alemania, el campeón del mundo. Nos deben muchas. No hay pretextos. Ni uno solo. Que ruede ya el balón.

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