El gran desafío para quienes nos dedicamos a documentar y difundir la experiencia de la comunidad inmigrante en Estados Unidos es conseguir al menos un momento de mínima empatía, de comprensión del drama, el esfuerzo y el dolor por el que han atravesado millones de personas para buscar ya no una vida mejor sino simplemente una vida. No es fácil. Por razones que revelará la historia, buena parte del público angloparlante en Estados Unidos —con la anuencia de medios de comunicación cómplices— ha preferido cerrar los ojos a la naturaleza real de la migración indocumentada de origen hispano: su génesis, su papel en el desarrollo de la sociedad norteamericana en los últimos 50 años y, crucialmente, sus historias, las vidas que existen detrás de cada uno de los que, arriesgándolo todo y dejándolo todo, deciden emprender el viaje al norte.

Esta ignorancia está, en buena medida, en el corazón del nativismo estadounidense en la era de Donald Trump. El desconocimiento absoluto de la experiencia migratoria nutre el prejuicio porque permite a los nativistas deshumanizar a quienes repudian. Es mucho más cómodo generalizar sobre los “ilegales que nos roban trabajos” que ver a los ojos a la madre que no ha abrazado a sus hijos en una década, el padre que emigró para rescatar a sus hijas pequeñas de la amenaza de las rapaces pandillas o el muchacho de 15 años que casi pierde la vida con tal de reunirse con los suyos en los campos de California, donde trabaja de sol a sol. Algo parecido sucedió, no está de más recordarlo, en la Alemania Nazi: los judíos exterminados dejaron de ser los vecinos, compañeros y amigos para volverse una masa sin rostro. La crueldad, incluso la crueldad asesina, es más sencilla desde el decreto de la invisibilidad del prójimo.

¿Cómo contrarrestar una dinámica tan tóxica? Para los periodistas que nos dedicamos a esto, la respuesta ha estado en contar las historias de los inmigrantes una y otra vez, en todos los foros posibles y de todas las maneras posibles, en primera y tercera persona, en la página y la pantalla. Ahora, Alejandro González Iñárritu ha encontrado, junto con Emmanuel Lubezki, una nueva respuesta. En Carne y arena, su estremecedora instalación de realidad virtual, Iñárritu y Lubezki consiguen replicar, por diez dolorosísimos minutos, la experiencia de un grupo de inmigrantes que caminan por la frontera de noche. Es un viaje a nuestro corazón de las tinieblas.

Con un casco y audífonos de realidad virtual y sin zapatos para sentir el crujir de la grava desértica, quien experimenta Carne y arena puede escuchar los lamentos de una mujer que camina herida junto a su hija, un joven que avanza enfermo, quizá tosiendo sangre y una madre que no suelta de la mano a su hijo de cuatro años. Están perdidos pero no quieren detenerse: saben que cada minuto los acerca a la patrulla fronteriza. De pronto, el cuarto de la instalación se cimbra con el rugido de un helicóptero y las luces cegadoras de las camionetas de agentes migratorios que apuntan, gruñen, increpan y acorralan. Nadie se entiende entre los gritos. Entonces, de la nada, el niño pequeño comienza a recordar (¿o a soñar? ¿alucinar?): no me apena decir que las imágenes del sueño sobre una mesa en el desierto me hicieron llorar. Al final, en un momento inesperado, la cuarta pared cae con estruendo: de manera aterradora, el participante se integra a la experiencia del grupo plenamente. Es una experiencia brutal.

El impacto emocional de Carne y arena es tal que, si pudiera conseguirlo mágicamente, lo haría obligatorio para cada votante en Estados Unidos. Eso, claro, es imposible. Pero hay, quizá, una propuesta menos ambiciosa pero posible e igualmente eficaz. Alejandro González Iñárritu debería llevar su instalación a Washington. Imagino Carne y arena como parte del Museo de Historia Americana, por ejemplo. Si no es ahí, hay varias otras opciones. Lo importante —y urgente— es llevar hasta la sede del poder este ejercicio que hace visible lo invisible, indiscutible lo inconveniente. Con su prestigio, Iñárritu podría comenzar una campaña para invitar a cada uno de los congresistas y senadores estadounidenses y, por qué no, al mismísimo Donald Trump. Nada de esto garantizaría empatía ni mucho menos solidaridad, pero al menos sabríamos que, aunque sea por diez minutos, los nativistas habrían visto de frente eso que han elegido ignorar por años. Una vez concluido el experimento con la clase política de Washington, Carne y arena debería permanecer en la capital de EU donde, en un mundo ideal, sería la principal instalación del único museo que hace falta en el Smithsonian: uno dedicado a contar la vida, individual y colectiva, de la enorme comunidad hispana de Estados Unidos, sin la cual sería imposible entender a un país que, por ahora, insiste en ser indigno de su propia historia.

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