El ambiente político en México atraviesa por un momento curioso: desde hace semanas despunta la percepción de que la elección se ha terminado, sin importar que la campaña formal – noventa días impredecibles por naturaleza – apenas comienza.

Es una interpretación ingenua. En la recta final de una campaña electoral puede ocurrir cualquier cosa. Hace seis años, a falta de tres meses para la elección, Enrique Peña Nieto superaba por veinte puntos a Andrés Manuel López Obrador. Al final, después de la impetuosa campaña lopezobradorista, errores no forzados de Peña Nieto y el surgimiento de variables imprevistas como el movimiento estudiantil, el PRI ganó solo por seis. Y ni hablamos de la voltereta que, en cuestión de días, puso a Donald Trump en la presidencia de Estados Unidos después de la intromisión de James Comey, entonces director del FBI que trajo a colación el desventurado escándalo de los correos electrónicos de Hillary Clinton. En términos prácticos, pues, la elección mexicana no se ha acabado y quien piense lo contrario corre el riesgo de llevarse una sorpresa.

Nada de esto, por lo demás, resta probabilidad al escenario más factible. Si Andrés Manuel López Obrador gana la presidencia tendrá que agradecer, primero, a sus asesores de campaña, que han acertado en el tono del candidato -una suerte de voluntarismo zen con chistoretes - y han sabido aprovechar el olfato de López Obrador para dictar el rumbo del debate público y establecer agenda. Desde hace meses, en México se habla de lo que López Obrador quiere en los términos que López Obrador quiere, así sea la supuesta amnistía para el crimen organizado o el destino del nuevo aeropuerto. Difícil vencer a un puntero al que se le permite ejercer de metrónomo.

Aun así, si ha de ser honesto en su discurso triunfal, López Obrador tendría que agradecer al PRI y al Estado mexicano, que primero nominaron a un candidato destinado al fracaso y luego dedicaron todas las baterías a erosionar no al puntero sino al segundo lugar. Ha sido algo digno de verse. En algún momento de los últimos años, con la aprobación presidencial por los suelos, el PRI seguramente entendió que la única manera de competir en la elección del 2018 era hundir al resto de los participantes en el fango del desprestigio. Para ello, como hiciera en el Estado de México, ha sido fiel a la famosa receta: calumnia, que algo queda. Importa poco si la justicia mexicana procede contra Ricardo Anaya: en términos políticos, al candidato del Frente le costará sacudirse el lodo del descrédito. El trancazo fue certero porque arrebató a Anaya el único discurso que le resultaba indispensable para enfrentar a López Obrador: la legitimidad para ejercer la narrativa del cambio.

En gran medida, por supuesto, esto es culpa del propio candidato del Frente, que permitió que uno de sus rivales lo definiera frente al electorado. Es un error frecuente en el mundo de la política. En el 2004, por ejemplo, la campaña de reelección de George W. Bush asumió que, para derrotar a John Kerry (senador notable y héroe de guerra condecorado), tendría que desprestigiarlo justo en aquello que más presumía: su proeza y valentía durante Vietnam. Para lograrlo, la campaña de Bush ideó una vigorosa y malévola campaña por televisión que puso en entredicho la honorabilidad de Kerry, acusándolo de mentir sobre lo que realmente había sucedido en la guerra. La acusación, por supuesto, no era más que una absurda calumnia, tanto así que Kerry decidió no responder. En el silencio llevó la penitencia. El electorado aprende por lo que escucha, no por lo que los candidatos callan. Los votantes en Estados Unidos quisieron entender que Kerry era un mentiroso oportunista y no un héroe de guerra. Al final, Bush, que gracias a las palancas protectoras de su padre había pasado los años de Vietnam protegiendo los cielos de Texas y viendo a su generación morir a distancia, derrotó a Kerry, que estuvo a punto de perder la vida varias veces en los ríos salvajes de Vietnam.

La inter-campaña ha sido, para Ricardo Anaya, lo que aquellas semanas fueron para Kerry: la entrega de la reputación a manos hostiles, una suerte de claudicación temporal de la imagen pública. El resultado, ahora, es el escenario soñado por López Obrador: él, con el plumaje aparentemente prístino, enfrentando a tres criaturas que cargan, cada una a su manera, el lastre de la continuidad, el desprestigio o la corrupción. Para revertir el probable triunfo lopezobradorista, Anaya tendría que encontrar la manera de escapar por completo del lodazal, sacudirse el fango y convencer a los electores de que, contra lo que han oído, no merece el oprobio sino ser escuchado como alternativa a la narrativa de cambio que acapara por el momento López Obrador. En otras palabras, Ricardo Anaya tiene tres meses para limpiar su nombre. Difícil, quizá imposible: las arenas movedizas de la política rara vez perdonan. Ahora, que si emerge…

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