He leído cientos de opiniones sobre el segundo debate presidencial, que tuve el privilegio de moderar en Tijuana. Encontré sugerencias sensatas sobre el formato, que seguramente darán al INE la oportunidad de ajustar en los siguientes ejercicios —el tercero en unas semanas, pero sobre todo los que vengan en ciclos electorales siguientes— para hacer de los debates con público encuentros cada vez más provechosos. Hay, claro, apuntes diversos sobre el papel de los moderadores: nuestra selección de las preguntas que el público formuló con entera libertad durante el mismo domingo, los temas que elegimos plantear en las discusiones (en efecto: creo que hizo falta hablar del resto del mundo, especialmente de China) y, crucialmente, la manera como decidimos conducir los segmentos de entrevista en los que cada uno de nosotros cuestionó a éste o aquel aspirante. Es una discusión no solo necesaria sino fascinante, y no se presta para respuestas simples. Me consta que el INE siguió las mejores prácticas internacionales para llegar a ese grupo de ciudadanos que se presentó en el foro de la UABC de Tijuana, y los moderadores hicimos lo propio para formar nuestro criterio y conducta de acuerdo, insisto, con las recomendaciones y la experiencia de décadas de otros moderadores en lugares distintos del mundo (vale la pena apuntar que no solo en Estados Unidos hay una tradición de debate digna de emular. El caso chileno, por ejemplo, fue fundamental para el INE). Se antoja una reflexión sobre cuál debe ser el papel de un moderador en un formato que incluye segmentos concebidos —y esto es fundamental— no como mera repartición de la palabra, sino como pequeñas entrevistas, y, también, la actitud de los periodistas mexicanos frente al poder en escenarios de enorme relevancia. Pocas cosas más importantes.

El único reparo que he leído que vale la pena refutar de manera tajante es aquella peregrina idea de que los debates en sí no funcionan y deberían abolirse porque no tienen, por ejemplo, un efecto en las preferencias electorales. Me parece un argumento pobre y mezquino. La misión de los debates no puede reducirse a una suerte de utilitarismo electoral. En una democracia, una discusión entre iguales frente a millones de votantes no debe pensarse solo en términos de la batalla electoral en turno: no se trata de quién sube o quién baja en las encuestas. Se trata, en cambio, de analizar la idea de país de cada aspirante, su disposición al contraste de proyectos y, de manera crucial, el carácter de los candidatos: revelar a la persona detrás del político. Para eso, nada mejor que el diálogo, incluso si está lleno de lugares comunes, descalificaciones, ocurrencias, chistoretes o evasivas antes que de sustancia o concreción. La renuencia a la respuesta es en sí misma una respuesta, lo mismo que el silencio o el recurso del insulto o la burla. Los problemas de los debates se solucionan con más debates, no al revés. Sugerir lo contrario es sabotear la construcción de una nueva costumbre de diálogo democrático que tenemos que aquilatar.

Al final, me parece, esa debe ser la lección: el INE asumió con seriedad la consolidación de una cultura de debate que recoja las mejores prácticas del mundo y se adapte a la realidad mexicana con el fin único de fomentar el diálogo y perderle el miedo al conflicto (en el sentido más virtuoso de la palabra) y la confrontación de ideas y proyectos entre todos los involucrados: ciudadanos, periodistas y políticos. Las autoridades del INE han sido valientes: antes que escoger modelos precavidos, se animaron a emular ejercicios como los que ocurren en Chile, donde nace la dinámica de esos dos minutos de careo periodístico entre candidato y moderador que ha dado tanto de qué hablar en los últimos días. En el futuro tendremos que decidir, por ejemplo, si ese tipo de intercambio es lo que más conviene a la democracia mexicana. Hay quien piensa que no, que lo deseable es que los periodistas mantengan un perfil más bajo que no incluya interpelación activa o requisito de aclaración o concreción alguna. Evidentemente, no estoy de acuerdo. Nuestra cultura de respeto casi reverencial por las figuras de autoridad, la idea de que a los políticos hay que dejarlos hablar hasta darse el lujo de regodearse en sus frases hechas, lugares comunes y discursillos de campaña, aporta poco a la revelación periodística, ya no digamos a la cimentación de una decisión electoral informada. En lo personal, siempre preferiré que se me critique por interrumpir a un político a que se me critique por dejarlo divagar impunemente. Cuestión, supongo, de interpretación del oficio.

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