Ricardo Anaya debe estar maldiciendo su suerte. Las últimas semanas de la precampaña, que le vieron consolidarse en el segundo sitio de las encuestas rumbo a la elección presidencial, lo han colocado en una posición de pronóstico reservado: enemigo en común para priístas y morenistas, lleva dos dianas pegadas a la espalda. Tanto la campaña del puntero López Obrador como la de José Antonio Meade parecen haber llegado a un acuerdo tácito (o, quizá, explícito): primero acabamos con Anaya y luego vemos quién sale de pie del cuadrilátero el primero de julio. Para Anaya, de por sí polémico y aislado, el escenario es peligroso. Mucho más que esa hipotética recta final de junio es ahora cuando tendrá que demostrar que tiene la habilidad para sobrevivir la que será una emboscada a dos flancos.

Para el PRI, la deflación de Anaya en el tablero electoral es un paso indispensable. El PRI calcula que el potencial desprestigio del Frente y el anayismo derivará en el famoso voto útil, el Santo Grial en la democracia mexicana, tristemente desprovista de una segunda vuelta que tantas cosas aclararía. Los priístas suponen que los votantes de Anaya, desencantados y molestos, preferirán votar por José Antonio Meade antes que favorecer a López Obrador. Suponen, pues, que el voto duro será contra López Obrador (como ha sido en otros momentos) antes que contra el PRI, sin importar su impresionante desprestigio. Las encuestas demuestran que se trata de un cálculo equivocado. La diferencia en un mano a mano entre López Obrador y José Antonio Meade es de 34 puntos; un abismo. Para decirlo claro: nunca, nadie ha logrado regresar de una desventaja de ese tamaño en la historia política electoral mexicana.

Por lo visto, sin embargo, ni la campaña del candidato del PRI, ni el partido ni el gobierno de Enrique Peña Nieto asumen el calibre del repudio ni mucho menos la desventaja insalvable. De ahí que la presión a los medios de comunicación mexicanos para tirar del caballo a Ricardo Anaya esté alcanzando una escala inédita. De pronto, por arte de magia, las dudas sobre la conducta de Anaya se convierten en asunto de primera plana, los recursos del Estado volcados a su persecución y exhibición. Los representantes de campaña del PRI y sus urracas repetidoras en los medios hablan de Anaya el día entero y dejan de lado los escándalos abrumadores del propio gobierno, los miles de millones en Veracruz, en Chihuahua, en Sedesol. Nada de eso importa: todo el peso del Estado se concentra en la prioridad: descalificar a Ricardo Anaya de la contienda electoral. Para el PRI, como siempre, primero es el poder y después es el poder.

Para la campaña lopezobradorista también tiene sentido atacar al candidato del Frente. López Obrador y los suyos han asumido hace tiempo lo que los priístas insisten en descartar: la elección del 2018 será de cambio, no de continuidad. De ahí que López Obrador anhele enfrentarse con el candidato del PRI, a quien podrá achacar la larga y justificada lista de agravios del electorado. Aunque alguien más cercano al presidente sería ideal (de ahí la curiosa insistencia de López Obrador con promover la sustitución de Meade por Nuño), José Antonio Meade también funciona como antagonista. Ricardo Anaya, en cambio, es un hueso más difícil de roer. Su elocuencia, su antipriísmo y su apego a la misma narrativa de cambio que ha hecho suya López Obrador lo vuelve un rival de lidia impredecible. A nadie sorprende, pues, que voces prominentes del lopezobradorismo hayan también decidido poner pausa a su indignación contra el PRI para concentrar las baterías en Anaya. Es un cálculo elemental: hay de rivales a rivales. Anaya puede vencer a López Obrador; José Antonio Meade, no.

No es una exageración decir que Ricardo Anaya se juega la vida política en estas semanas de doble golpeteo. Enfrenta una tarea difícil: deberá negarle a sus rivales la posibilidad de definirlo como un corrupto arribista. Para lograrlo necesitará aclarar con contundencia irrebatible las dudas sobre su conducta a través de su propia elocuencia, pero también de voces afines que sepan escudarlo. En el escenario contrario, Anaya llegará a la campaña no como un abogado del cambio de régimen sino como un producto más de su inmundicia. Los priístas —summa cum laude en putrefacción— estarán felices, dispuestos a contrarrestar su bien ganado desprestigio y poner a prueba la (inmerecida y probablemente infructuosa) defensa de su proyecto. Pero nadie sonreirá más que Andrés Manuel López Obrador, que verá acercarse (permítame el lector una imagen beisbolera, de las que le gustan al candidato de Morena) a home no al cuarto toletero que sabe leer la serpentina, sino al bateador siguiente, al que sabe exactamente qué tirarle para poncharlo, rápida y fácilmente, entre curvas y cambios de velocidad.

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