El bombardeo en redes sociales, al calor de las campañas políticas, nos ha expuesto a todos, o a casi todos, a una aparatosa e impredecible gama de mensajes tendenciosos, de autoría desconocida, manufactura imperfecta y propósitos no explícitos, aunque presumiblemente perversos: hay que desacreditar a los adversarios a toda costa. Simulan ciertas actividades motrices que ocurren durante el sueño, inconscientes, automáticas, relativamente sencillas y sin probabilidad alguna de comunicación. Se conocen como sonambulismo. Aunque es más común que ocurra en los niños, se presenta también en los adultos. Se trata, con frecuencia, de personas ansiosas, tensas, preocupadas. Duermen mal. No conviene despertarlos, se agitan. Los episodios suelen ser transitorios y desaparecen al cabo de algún tiempo.

En lo que va del proceso electoral, sobre todo cuando se dan a conocer los resultados de las encuestas, me invade la impresión de que son muchos los que aún desconfían de la democracia. Percibo una suerte de temor a que el orden social se desestabilice si no gana su candidato(a). La duda puede ser razonable, incluso la suspicacia (en ciertas circunstancias). Lo que es peligroso es que estas se transformen en una franca intolerancia anticipada. No se puede despreciar la voluntad popular sólo porque no coincida con la nuestra. Son tiempos para defender nuestra democracia, no para menospreciarla.

Honrar nuestra democracia es, por supuesto, salir a votar el 1º de julio. Pero lo es también aceptar que, el voto de un pobre vale lo mismo que el de un rico el de un joven que el de un viejo, el de un sabio que el de un ignorante. Igualmente lo sería el impedir que aparezca en una boleta electoral el nombre de quien ha hecho trampa (ya no será nuestro caso, gracias al fallo de TEPJF). En una democracia cada quien tiene la libertad de esgrimir su razón, incluso mediante desplegados, si así lo deciden los abajo firmantes, pero también la obligación de defender los derechos ciudadanos. No son lo mismo.

En el coro del sonambulismo político que nos invade destacan, sobremanera, las “buenas conciencias” de nuestra sociedad mexicana. Aquellas que describiera magistralmente Carlos Fuentes, cuya ausencia hoy, por cierto, es abismal. Las filias de muchos de estos espíritus inmaculados se alinean en torno a una democracia selectiva, autoritaria, clasista. Cierto, algunos son ilustrados, pero no aceptan que la libertad —que tanto defienden— puede interpretarse de diversas maneras. Si no fuera así, no habría libertad. En el fondo creo que detestan que otros (más de los que imaginan) puedan no pensar como ellos. Eso es todo. Por supuesto que hay un México mejor educado (también más privilegiado), y otro, cuya principal dolencia es la ignorancia. Su signo histórico ha sido la falta de oportunidades, que no han llegado pese a las promesas gubernamentales.

Pensar que la oposición pueda ganar no significa traicionar a la democracia liberal. Es tan solo aceptar, serenamente, un posible cambio político. Si es que esto en realidad ocurre. Yo valoro el liberalismo porque es fundamental para abrir paso a las nuevas ideas, a la tecnología, a la innovación y a las diferencias individuales, que son signo distintivo de nuestros tiempos. Pero también valoro, y mucho, la posibilidad de acabar con la impunidad, reducir la desigualdad y pacificar a un país que padece, desde hace casi doce años, una epidemia de violencia cuyos saldos letales son indefendibles. Tampoco creo que sea necesario que vengan otros a decirnos quiénes son los responsables. Eso lo sabemos. Creo que lo sabe el electorado y se refleja en las encuestas.

En un país como el nuestro, tan corrupto, tan desigual, ¿quién decide qué es moderno y qué no? ¿Los que viven con sobrado confort y aspiran, legítimamente, a escalar aún más, o los que apenas sobreviven y aspiran, con igual legitimidad, a vivir un poco mejor, a tener un ingreso más decoroso y a sentir que sus derechos no valen menos que los de los otros? Me parece que estos últimos pueden ser la mayoría. Y si salen y votan van a ganar. A pesar de los sonámbulos. No importa cuántos recursos se destinen para intentar frenar el malestar de una sociedad dolida, agraviada y decidida como no se había visto antes.

Decía Vaclav Havel, el gran poeta y dramaturgo que como jefe de Estado se atrevió a separar, siguiendo el mandato de su pueblo, a la República Checa de Eslovaquia (en lo que para muchos fue un “divorcio de terciopelo”) que la única política que se justifica es aquella que tiene como objetivo primordial proteger a las personas reconociendo sus diferencias, defendiendo la verdad y asumiéndola como una vocación de servicio, no lucrativa. Tal definición en México correspondería más bien a la de la antipolítica.

Acaso en el bombardeo noctámbulo de las redes sociales, en las beligerantes declaraciones de los voceros, en las estridentes reacciones de las buenas conciencias, en los comentarios oficiosos que dominan los medios de comunicación tradicionales, pudiera ser oportuno escuchar ideas que apunten más a una eventual conciliación que a una ruptura ineludible. Quizá convendría pensar más en la posibilidad de una suerte de coexistencia confrontativa, respetuosa, civilizada y menos, mucho menos, en el caos imaginario: el del temor y del odio.

En una democracia madura las desviaciones —inevitables— deben autocorregirse. Para ello se requieren instituciones fuertes, no débiles. Fiscales y tribunales autónomos, medios independientes y espacios de libertad para todos, no sólo para unos cuantos. No creo que esas sean las condiciones que hoy por hoy nos distingan. Pero somos muchos los que estamos dispuestos a pelear por ellas y vemos en esta próxima elección una posibilidad de avanzar en tal dirección. ¿Será posible? Creo que sí. Pienso que sería oportuno abrir diálogos intersectoriales. Que los banqueros dialoguen con los estudiantes y los empresarios lo hagan con los académicos. Que los campesinos platiquen con los emprendedores. Que se consoliden los derechos de los pueblos originarios, de las minorías, de las mujeres y de los niños. En suma, lo que hay que combatir es la intolerancia a la disidencia, no la disidencia como tal que es, ante todo, un privilegio de la libertad.

Ojalá que pronto despierten los sonámbulos. Que regresen a sus camas, sin sobresaltos. Habitualmente no hay secuelas. Si acaso, podrían someterse al polígrafo durante el sueño. Revisar las causas de su angustia y tranquilizar su conciencia. No hay porqué temerle al cambio democrático.

Profesor Emérito de la UNAM

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses