Recientemente he sido invitado por distintas asociaciones médicas e instituciones de salud a exponer mis puntos de vista sobre la relación, cada vez más compleja, entre la medicina y la sociedad. Estos son algunos de los argumentos que he esgrimido.

En las últimas décadas la medicina ha experimentado cambios más extensos y profundos que en cualquier otra época de su historia. En el cuidado de la salud, el péndulo ha oscilado de lo individual a lo social; del énfasis en la curación al énfasis en la prevención; del ciudadano y la comunidad como sujetos pasivos, a su participación activa, cada vez más informada y demandante. La infancia y la vejez, como etapas iniciales y terminales de la vida, han adquirido también más relevancia: mayores derechos, nuevos compromisos y la exigencia de mejores servicios. Los avances de la tecnología han incrementado substancialmente el poder de los médicos al grado de que hoy sus decisiones, sobre la vida y el bienestar de las personas, tienen consecuencias como nunca antes.

No obstante, la relación del médico con el enfermo, en los muy diversos escenarios en los que ahora ocurre, ha experimentado un grave desgaste en muchos de los valores que eran la esencia misma de la medicina. Ese encuentro, que solía ser el de una confianza ante una conciencia, parece no encontrar ya su lugar natural. Como consecuencia, la alianza histórica entre el médico y el enfermo ha sufrido un serio deterioro. Conviene examinar entonces las diversas opciones que tenemos frente a estos retos.

Sólo una formación académica rigurosa puede ofrecer expectativas reales de desarrollo integral a los estudiantes, no sólo en medicina, también en enfermería, psicología, nutrición, trabajo social y toda la amplia gama de disciplinas afines que hoy forman parte del equipo de trabajo en las instituciones de salud. En ellas confluye una participación cada vez más activa de diversos grupos sociales que inciden directa e indirectamente en la atención médica: las aseguradoras, las ONGs, las fundaciones, las compañías farmacéuticas, las empresas biotecnológicas, los organismos gremiales, y otros que constituyen el complejo proceso, la multiplicidad de valores en los que hoy se desarrolla la medicina.

Destacar la importancia de los componentes psicológico y social de su práctica, de ninguna manera implica restar importancia a los aspectos científicos o tecnológicos. De hecho, el desgaste de esta dimensión en el trabajo del médico, no se debe al avance de la ciencia ni a las nuevas tecnologías, que han sido el sustento del progreso; se debe en todo caso, al espíritu con el que se les aplica y porque frecuentemente absorben totalmente la atención de los médicos, quienes descuidan así los aspectos personales de sus enfermos y de sus familiares, para los cuales ya no tienen tiempo.

Un problema que parece agudizarse en el contexto de esta compleja dinámica social tiene que ver con el empobrecimiento intelectual de algunos médicos. Bombardeados de información relevante y superficial, presionados por los tiempos de consulta y el número de enfermos que hay que atender, limitados por la cobertura de los seguros médicos, atrapados entre las estructuras burocráticas y mercantiles, disminuidas sus retribuciones en las instituciones públicas y tentados por el principio del lucro mayor que caracteriza a la llamada industria de la salud, los médicos de hoy tienden a olvidar con frecuencia que la verdadera fortaleza de su profesión radica en la posibilidad de poner el acento en los valores que dimanan de la naturaleza misma de la persona: su igualdad fundamental, su individualidad, su dignidad, sus márgenes de libertad. El punto fino es que la imagen que los médicos tengan de las personas define la clase de medicina que practican.

Si en verdad se tiene un compromiso, no nada más con la salud como derecho social enunciativo, sino sobre todo con quienes la han perdido y tratan afanosamente de recuperarla, entonces nada debe anteponerse a las necesidades primarias de los enfermos. Ahí está la diferencia entre recuperar la salud o dejar que ésta se deteriore, lo cual ocurre con mayor frecuencia entre los enfermos pobres, que son la mayoría en nuestro país.

Un aspecto controvertido y sensible de la relación que guardan la medicina y la sociedad en nuestro tiempo tiene que ver con la ética médica. Como es natural, el trabajo del médico se ajusta a la evolución de la sociedad, y la sociedad misma demanda, cada vez más, una ética sustentada en el derecho inalienable de los individuos a la libertad. El centro de la discusión está en el principio de la autonomía, el cual, a su vez, está ligado al de la autodeterminación. En el análisis final debe ser el paciente, debidamente informado y en pleno uso de sus facultades, quien decida lo que es mejor para sí mismo.

El asunto se complica al advertir que otro signo del tiempo actual es la creciente diversificación de los valores. En una sociedad plural y democrática, es tan probable que los valores de los pacientes y de los médicos coincidan como que discrepen. Entre los propios médicos hay criterios distintos acerca de asuntos sensibles como la eutanasia, el aborto, la prolongación de la vida, la sedación terminal, etc. No se trata de ver cuáles son las preferencias personales del médico. Este podrá siempre dar su punto de vista. Habrá incluso pacientes que prefieran dejar estas decisiones en sus manos, para no tener que asumirlas ellos mismos.

Hay que asumir que estos asuntos son polémicos y en no pocos casos también motivo de conflicto. Ahora bien, un punto central en estos temas es que si los polos de un conflicto potencial se simplifican entre lo que es “bueno” y lo que es “malo”, se puede crear una crisis moral insoluble. Sin juzgarlos, es mejor abordarlos desde una perspectiva estrictamente laica.

En pocos ámbitos de la vida social, hay una oportunidad más tangible para reivindicar al laicismo como la mejor forma de encontrar alternativas y soluciones ante problemas potenciales entre médicos y pacientes: desde la fertilización in vitro, el uso de células madre, la interrupción del embarazo, los cuidados paliativos a las personas que están próximas a morir, hasta los nuevos alcances de la inteligencia artificial.

Cierto, muchos de estos temas han dejado de ser propiedad exclusiva de los médicos. Legisladores, teólogos, economistas, filósofos, medios de comunicación y diversas voces de la sociedad civil se expresan sobre ellos de manera cotidiana, intensa, y plural. Pero en realidad, si los conflictos surgen es porque se contraponen valores opuestos. No importa tanto quien participe. Ahí es donde entra el laicismo. Que nadie pretenda imponer a otros sus creencias. Si unas y otras posiciones se respetan, la posibilidad del conflicto disminuye. No hay que confundir derechos con preferencias, ni delitos con pecados, ni ciudadanos con feligreses.

El análisis y la discusión de estos asuntos, con información y serenidad, va dando frutos. Los cambios y los consensos toman tiempo y, sin embargo, tanto el teólogo como el humanista secular y el legislador, van encontrando puntos de convergencia en los países democráticos. Un buen ejemplo en nuestro país que apunta en la dirección correcta, son las denominadas leyes de la Voluntad Anticipada.

Pienso que el médico debe conservar, ante todo, su compromiso de actuar de acuerdo con la voluntad del enfermo, en tanto que no implique afectar los derechos de otros. Cuando el médico defiende los derechos de sus enfermos, está defendiendo sus propios derechos. Una interpretación moderna del viejo código hipocrático sería justamente ésa: comprometerse a defender siempre los derechos de los paciente.

Ex Secretario de Salud

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