Cambió el gobierno, cambiará el régimen y con ellos, no tengo duda, cambiará el rumbo del país. El cambio en México se inscribe en un contexto de esperanza para una mayoría y la incertidumbre que generan estos procesos, pero también en el contexto global de una crisis política que nos desborda. Crisis de la democracia y dislocación social: crisis de confianza que en algunos países ha desembocado en una crisis de gobernanza. Desde mi perspectiva, son tiempos en los que el deber es sumar y no restar.

Los resultados electorales de los últimos tiempos, en México y en el mundo, refuerzan la idea de que la política en las sociedades democráticas ya no es lo que era. Incluso la forma tradicional de entender y analizar estos fenómenos resulta insuficiente para explicar cabalmente lo que está ocurriendo. Los conceptos que permitían entender el viejo orden de partidos, instituciones, ideologías, separación de poderes, etcétera, ya no alcanzan. Faltan conceptos para describir sistemáticamente la compleja circunstancia política que hemos creado. Será necesario construir otros paradigmas, revitalizar el discurso e incorporar nuevos actores para entender mejor lo que ocurre y lo que vendrá.

Para algunos estudiosos, la causa de todo radica en el desencanto popular con la democracia liberal y la política económica que prohijó: un neoliberalismo dogmático, arrogante, insensible a las necesidades sociales. Una política económica que prometió que con ella llegarían la salud, la educación, la equidad, el desarrollo y la prosperidad. Y aunque llegaron, solo fue en beneficio de unos cuantos. Se olvidaron de las mayorías. En todo caso, parece que la democracia liberal se volvió disfuncional, al menos en algunos países. Y el hecho, incontrovertible, el que irrita, el que agravia, es que los costos los pagaron siempre los mismos —que eran muchos— en tanto que las ganancias, los beneficios, recaían casi siempre en los otros, nada más que estos eran muy pocos.

He escuchado voces académicas respetables que sostienen que lo que ocurre es que la teoría democrática ya no refleja la realidad. Que resurgió algo que parecía haber quedado atrás: el tribalismo, arropado en un nacionalismo que exalta lo emocional y se aprovecha con astucia de la ignorancia e impulsa una nueva verdad: la verdad de las ficciones. Esto propicia que, en ciertos sectores, prevalezca la suspicacia y se pierda de vista lo relevante. Ingredientes ambos, por cierto, casi siempre presentes en la polarización. La batalla que tenemos enfrente es, pues, la de la credibilidad, la de la confianza. Pero la confianza de quién, me pregunto: la del pueblo o la de los mercados, porque con frecuencia se activan por mecanismos distintos. Lo ideal es que fuera la de ambos. No creo que la dignidad y el bienestar sean incompatibles. Por el bien de todos primero los pobres, aquellos a los que se les ha negado históricamente lo que en estricto sentido les corresponde.

Hay que retomar el debate político de altura. La prisa por comunicarse con otros solamente a través de las redes sociales fragmenta la construcción ordenada de ideas y erosiona la palabra. No hay tiempo para leer textos extensos. Es de lamentar. La palabra, como decía Carlos Fuentes, nos hace pensar y con ello entender mejor las dimensiones complejas del mundo que nos rodea. Por eso, un discurso político que se centra en las necesidades humanas nos democratiza. Ayuda a refrendar la idea de que la principal tarea del Estado es ocuparse de las personas: invertir en ellas y hacerlas conscientes de sus oportunidades, sin dejar de advertir los peligros que corre la democracia si falla en ello. De ahí la frase contundente del discurso presidencial del 1º de diciembre de 2018: “No tengo derecho a fallar”.

Ciertamente el diagnóstico que se presentó fue severo, riguroso, sin concesiones. Pero también fue certero, señaló causas y efectos. Es urgente parar el descontento del pueblo con la democracia mexicana, con la simulación, con la ineficiencia burocrática, con la corrupción, cuyo origen, ya lo decía Rousseau, surge del maridaje espurio entre la vida pública y el capital ¿Una transformación radical? Sí, pero también ordenada y pacífica, con apego a los principios constitucionales. Ese fue el planteamiento de fondo.

El tratamiento propuesto, como suele ocurrir ante diagnósticos graves —y por desgracia es el caso— suscita reacciones diversas. La situación no deja de ser preocupante y algunas de las soluciones serán más complejas que otras. Pero el paciente (el pueblo, paciente por enfermo y paciente por haber esperado hasta el hartazgo) lo que quiere ahora son acciones. Se enunciaron 100 y seguramente se requerirán más. Desde luego no hay recetas unívocas. Todos los que así lo deseen tendrán derecho a expresar sus puntos de vista. Se dijo claro: no habrá censura. Se respetarán la libre expresión de las ideas y el derecho de réplica, faltaba más. Bienvenido el debate. Ojalá se dé de manera frontal y con mesura, sin crispaciones, mediante los argumentos y no solo con la descalificación.

Hay un plan terapéutico que, de hecho, ya se puso en marcha. No había tiempo que perder. Aplica para todos, colaboradores, adversarios, familiares y desconocidos. Además, en dos años y medio, nos darán a todos, la posibilidad de decidir si queremos seguir o no con el mismo médico. Podremos pedir una segunda opinión. La revocación de mandato será una opción legal. El pueblo da y el pueblo es el que quita. Esa y no otra, es la gran fortaleza de la democracia. Atrás quedó ya el proceso electoral. Aceptemos el veredicto mayoritario. Teniendo garantizados los espacios para disentir, también conviene encontrar aquellos que sean de convergencia. Reitero mi convicción: son tiempos en los que el deber es sumar. La Cuarta Transformación de México está en marcha.

El poder de los símbolos.

Entender el significado de los símbolos es fundamental para comprender la subjetividad humana, nuestras fantasías y nuestras contradicciones. Es el lado menos racional de nuestra naturaleza, pero sin duda, un resorte poderoso que influye en nuestras decisiones y mueve decididamente nuestra conducta, individual y colectiva.

El inicio del nuevo gobierno estuvo lleno simbolismos. Reflejan una inteligencia intuitiva y una sensibilidad ajenas a la arrogancia y a quienes creen que hay sólo una visión del mundo y de las cosas. Menciono cuatro que me parecen relevantes, pues quedarán en la memoria de la experiencia colectiva que vivimos.

1. La forma como se trasladaron al recinto del Congreso los presidentes entrante y saliente. Dos formas diametralmente distintas de entender el poder.

2. La apertura al público de los que fue la Residencia de Los Pinos. Cualquier asociación con la toma de La Bastilla, no es mera coincidencia.

3. La transmisión del Bastón de Mando por parte de los pueblos originarios en un Zócalo repleto, respetuoso, acaso conmovido. Reivindicar nuestros orígenes nos enaltece. No olvidemos que es una plaza en la que conviven, además, el Palacio Nacional y la Catedral de México. Vivimos en un país multiétnico y pluricultural.

4. La imagen que ofreció el nuevo gabinete al distribuirse los asientos, en un ejercicio inédito, alternando mujeres y hombres en paridad. Muestra clara de una conciencia política de género, incluidos los rezagos pendientes.

No nos viene mal reflexionar un poco sobre algunos de estos símbolos. Que cada quien los interprete, saque sus conclusiones y tenga su mejor opinión. Precisamente de eso se trata. Reconocer que somos diferentes, que no pensamos lo mismo y que eso, no necesariamente nos enfrenta, es una buena fórmula para alejarnos de la polarización.

Profesor emérito de la UNAM

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