A más de un adulto le gusta ver películas de animación para niños. Es más, de un tiempo para acá, los estudios producen títulos que, siendo eminentemente infantiles, tienen algunos guiños hacia el público no infante. Yo se lo atribuyo a la paz mental que ocasiona en tales películas distinguir sin problemas entre el bien y el mal. Los malos siempre visten colores oscuros, son egoístas, se ríen macabramente en la cima de castillos tenebrosos y dedican toda su energía a la maldad. Los héroes, desde luego, condensan en su persona las virtudes más elevadas: son desinteresados, nobles, valientes, detestan la mentira y defienden valores puros, como la amistad.

Es ciertamente gratificante no tener duda de en qué cajón poner a todos los personajes en esas películas, porque nos es absolutamente cierto que, en la vida real, somos sociedades de seres impredecibles. Manojos de virtudes y defectos que suministramos a discreción, mejores aliados para unos y acérrimos enemigos para otros. Matices, pues, querida ciudad. Somos tridimensionales y dibujados a escala de grises.

Acaso por eso debiera parecernos raro cuando se busca aplicar las reglas de dibujos animados a la vida pública nacional. Construir una agenda de gobierno y echar a andar el engranaje de la administración pública con el discurso de los buenos y los malos no sólo es ingenuo sino delicado. Cierto es que, pese a ser un país tan diverso como éste, todo el mundo está de acuerdo en puntos críticos: reducir la corrupción, recuperar la seguridad, plantarle cara a la pobreza e invertir en la educación. En eso nos parecemos al héroe de dibujos animados, que quiere acabar con todos los problemas en una aventura de noventa minutos. Pero los problemas públicos no tienen detrás sólo a un oso morado y afelpado que les hace la vida imposible a todos. Son multidimensionales, producto de intereses varios, descuidos, irregularidades, diagnósticos inadecuados, desinterés. Los problemas con p mayúscula a los que se enfrenta México son instituciones, sistemas bien arraigados de corrupción, de violencia, de impunidad. Hacer de cuenta que hay una sola mente malévola escondida detrás de un dragón es tan absurdo como suena.

Yo sé que te parece exagerado, querida ciudad. Que estoy diciendo, como siempre, una maraña de obviedades. Pero cuando escucho que se dice “una mafia de la ciencia”, lo único que puedo pensar es en los villanos de las películas del Santo (un luchador enmascarado por demás legendario, cabe la explicación para generaciones que ya no ven tele), ésos que estaban metidos en lo que para tal época entendían como computadoras: una pared de fierros con focos y palancas encendiendo intermitentes y haciendo ruidos. Claro que las canalladas se cometen en todos los ámbitos, y que ninguna esfera escapa de su grilla, sus innombrables y sus desfachatados. Pero caricaturizar al ámbito científico mexicano como un grupo de villanos buscando fórmulas para hacerse del dominio absoluto es un desacierto.

Claro que hay mucho por mejorar, por evaluar y corregir. Pero si, como resultado de recorte tras recorte en el sexenio anterior, nos quedó viva una arena de ciencia y tecnología mexicana, deberíamos sujetarla de esa convalecencia y llevarla al sitio que se merece. Al que más provecho le haría al país en su conjunto. Donde unos miran una mafia de científicos de capas oscuras y dientes vampíricos, hay quienes vemos jóvenes trayendo oro en olimpiadas de Matemáticas, torneos de robots, encontrando una posible cura a enfermedades con historias que parecen salidas, sí, de una película de animación.

Escritor

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