Como los asesinos, como los ladrones, como los adúlteros, como los santos, los libros suelen dejar un rastro. Incluso un volumen mal impreso en papel deplorable, apenas encuadernado y que reproduce un texto ilegible puede guardar un destino incitante. En su historia, entre otros rastros, el libro ha dejado el de sus metamorfosis: ha adoptado la forma de rollo de papiro, de tablillas, de codex, de manuscritos iluminados, de aquellas que le deparó sucesivamente la imprenta y que han derivado con frecuencia en producto industrial, de las que le ha conferido la electromecánica hasta reducirlo a uno de los infinitos aditamentos de un telefonito.

No pocos pintores como Arnaldo Coen, Jan Hendrix, Francisco Toledo, Vicente Rojo han comprendido que el libro puede ser asimismo una creación íntima, la cual han ensayado como una “varia invención”: han cedido a la tentación de ilustrar libros, que es una forma de recreación, han fundado editoriales, pero sobre todo han conjeturado libros posibles como un objeto precioso que puede importar una obra de arte.

Ximena Pérez Grobet ha conocido el oficio del libro en editoriales como El Equilibrista, en las que el papel, la tipografía, la encuadernación deparan un placer y una felicidad. Ha descubierto asimismo que pueden convertirse en una obra personal e irrepetible en la cual puede reconocerse su hacedor, que, en contra de lo que suele representar, no necesariamente debe reducirse a un medio de resguardar una memoria, una sabiduría, un conocimiento, una literatura, unas leyes, sino que puede ser un fin en sí mismo.

Sin abjurar de los principios ni prescindir de los rasgos esenciales que identifican un libro, en los catálogos que concibió para exposiciones de Victoria Rabal, Mar Arza, Jorge Yazpik, Mariam Shambayati, Daniela Colafranceschi, Ximena Pérez Grobet ha ensayado con diversas formas que se le pueden conferir a un libro. No se trata de proposiciones al uso en busca de innovaciones llamativas, sino de experimentaciones íntimas en las que ciertos libros posibles se han transformado en una obsesión y han devenido obra personal.

Sin alterar el orden de las páginas, como un juego lúdico, Pérez Grobet ha desencuadernado un volumen de la edición de Faber and Faber de 1965 de Finnegans Wake, el libro de James Joyce (del que era adepto Salvador Elizondo, que sostenía que se trataba de un libro para leerse, no para entenderse), ha tejido cada una de sus páginas y lo ha vuelto a encuadernar, creando un ejemplar personal que puede importar asimismo una recreación visual de esa obra peculiar.

Como Borges, sabe que un libro puede ser extensión de la memoria, pero ha comprendido que no debe estar hecho inexorablemente de palabras, de frases, de párrafos, de texto, que incluso el abecedario, los números o la letra de un diario pueden sugerir significados meramente visuales. Ha demostrado asimismo que esa memoria que adopta diversas formas de conformar un libro puede cifrarse en 24 horas, en los sucesivos cardiogramas de un día, en las imágenes y grafías comunes que reconocemos cotidianamente como las marcas de un reloj o un papel rayado, las cuales revelan Lecturas en el espacio, en los cortes en el papel.

Ximena Pérez Grobet ha descubierto que un libro también puede propiciar que el aire escriba su historia, como se lo sugirió la lectura de un libro de Bruno Munari. Durante una estancia en el castillo de Boisbuchet, en Francia, concibió “un artefacto en el que colgaban de unas cuerdas amarradas a un árbol 10 rotuladores y 10 pinceles puestos en línea, sobre una cama de cuerdas atada a los árboles, con una base de madera movible en la cual se fijaba el papel. Una vez puesto debajo de los pinceles y rotuladores —previamente ajustados en altura— se dejaba un tiempo determinado para dejar que el aire fuera pintando y escribiendo sobre el papel, teniendo las dos texturas al mismo tiempo”. Los trazos que el viento inscribió en el blanco del papel, que adquirió la forma delicada de un rollo como el del papiro, resultan admirablemente escuetas, a veces parecen una sutil esfuminación, a veces se enredan como un garabato preciso, a veces inducen a la fascinación de una línea azarosa.

La exposición de Ximena Pérez Grobet en la Biblioteca Lerdo de Tejada, en la calle de El Salvador de lo que para muchos sigue siendo el Distrito Federal, que fue el teatro Arbeu donde, se dice, Blackaman perdió un cocodrilo, que se mantendrá hasta el último día de septiembre, termina con una incitación: un libro que acaso está formándose, en el que una tipografía roja llama en el papel blanco: “publica” y un relieve blanco agrega: “me”, otro invita: “pinta(me)” y agrega el rasgo de un brochazo o una gruesa pincelada, otro provoca: “rasga(me)”, otro: “altera(me)”, otro, sin prescindir del sentido del humor, con la tímida huella de un brusco zapato: “pisa(me)”...

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