Como en ciertas obras de George Grosz, de Karl Hubbuch, de Georg Scholz, después de lo que los ingleses han llamado The Great War, en Berlín, de noche, según el Berliner Tageblatt, espectáculos asombrosos predominaban al atardecer. “Los tintes rojos del crepúsculo, pero también unas tonalidades verdosas y amarillas. Ese rojo tan espectacular tiene su explicación: una importante tienda de vinos ha cerrado un acuerdo con una compañía que fabrica anuncios luminosos. En cuanto a las tonalidades verdosas y amarillentas, son por gentileza de una revista de variedades y de una fábrica de zapatos. Gracias a esa luz roja, los poetas pueden saborear las excelencias del vino. Los demás tonos no se quedan atrás a la hora de llamar la atención general, tanto que lo que viene a continuación, ya sea comprar un par de zapatos o asistir a un espectáculo, casi parece un simple remedo de la realidad”.

Al reparar en esa nota de periódico, Eric D. Weitz conjetura que entonces “el paseante se acostumbra a la publicidad que inunda la vida diaria por obra y gracia de la luz eléctrica. Al cabo de un rato, sin embargo, ni siquiera repara en que los anuncios de tiendas y cafés no sólo lo alumbran, sino que también lo acosan”.

Weimar fue Berlín, sostiene asimismo Weitz. “Berlín fue Weimar”. El dirigente del Partido Socialdemócrata Philipp Scheidemann había proclamado la República en Alemania desde uno de los balcones del Reichstag el sábado 9 de noviembre de 1918. “A unos doscientos metros de allí”, refiere Weitz, “desde uno de los balcones del Palacio Real, el conocido socialista radical y agitador antibélico Karl Liebknecht, proclamaba la república socialista”. El domingo 19 de enero de 1919 se organizaron elecciones para formar una Asamblea Constituyente, que temporalmente desempeñaría también funciones de parlamento, la cual, para trabajar en el borrador de la nueva constitución, se reunió en Weimar, no tanto por lo que se aludía como el “espíritu de Weimar”, símbolo de la cultura alemana, clásica y humanista, sino porque Berlín no dejaba de resultar caótica y acaso peligrosa. Eran tiempos de política callejera: de manifestaciones, de arengas, de promesas excesivas, de partidos inagotables, de comités obreros, de huelgas, de comerciantes inescrupulosos, de mujeres indignadas, de proxenetas y delirios lascivos, de mutilados de guerra, de búsqueda de excesos placenteros, de empresarios implacables que lucraban con la ruindad, la miseria, el caos, la derrota, la guerra, de funcionarios y militares que pretendían preservar sus privilegios, de estupro, de intimidaciones ideológicas, de broncas consuetudinariamente brutales, de intentos de golpe de Estado, de fundamentalismos, de asesinatos.

Berlín, sostiene Klaus Westermann, era asimismo el lugar en el que convergían la prensa y la cultura alemana. Allí se publicaban más de veinte periódicos, la mayoría de los cuales imprimían entregas matutinas y vespertinas. Allí se habían establecido las grandes editoriales como Fischer, Kiepenheuer, Rowohlt, Ullstein o Wolff. Allí vivían y trabajaban escritores reconocidos, desconocidos y fracasados. Allí vivían aspirantes a artista, representantes del expresionismos, del dadaísmo, de la Neue Sachlichkeit (nueva objetividad) en busca de posibilidades de expresión. La Bauhaus construía sus ideas, los músicos descubrían sonidos insólitos, en el teatro se ensayaba a los clásicos y nuevas formas escénicas, el cabaret importaba más que una provocación, pero, sobre todo, Berlín tenía el público masivo que requería la gran novedad de la época: el cine.

Joseph Roth aseguraba que, después de la Gran Guerra, había decidido permanecer en el ejército, que odiaba las revoluciones a las que, sin embargo, debió unirse, que debido a que el último tren de Shmerinka había partido, tuvo que regresar a casa marchando. Debido a que carecía de dinero, empezó a escribir en periódicos. “Se imprimían mis estupideces. De eso vivía”. Cuando Der Neue Tag, el periódico que le pagaba, cerró, Roth emigró a Berlín, donde empezó a escribir en el Neue Berliner Zeitung. En Berlín, los periódicos no sólo propagaban acontecimientos relevantes y reproducían el devenir cotidiano, sino que conformaban ese devenir. Joseph Roth no se detenía con ironía únicamente en la insidia callejera de nacionalistas y comunistas, en los grandes almacenes, en el comportamiento de un berlinés común, en la búsqueda de trabajo, diariamente vana, de los desempleados; también reparaba en el Rojo Richard, el vendedor de periódicos del Café des Westens, que, como muchos en la posguerra, se propuso escribir sus memorias, aunque sólo “tenía algo en común con todos los autores de memorias de la posguerra: durante la guerra, tampoco él estuvo jamás en las trincheras”. El Rojo Richard descubrió el atentado de Rathenau porque “pasó por la Königsallee, diez minutos después del atentado. Sabía lo que debía hacerse en esos casos. Richard telefoneó a los periódicos. De no ser por él, los números extra hubieran tardado una hora más”.

Roth aseguraba que, cuando llegó a
vivir en Berlín, era el único periodista que después de escribir salía a la calle a vocear el diario para venderlo. Abandonó Berlín en 1925, cuando Hindenburg fue elegido presidente del Reich. “No quiero ser conocido ni leído en esta sociedad. La aristocracia es visiblemente sumisa a la industria, la industria al banco y al revés. Es un mundo moribundo en la abyección”.

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