Con frecuencia los territorios huelen a orín y sangre, a pólvora y carroña. Es sabido que los animales suelen marcar su territorio de diversas formas. Los gatos recurren a los olores para preservarlo. “El gato que ronda solo”, ha escrito Andrew Edney, “está casi siempre en busca de comida. Una parte de esa actividad es la patrulla regular y la custodia de su territorio. La mayoría de los gatos solitarios tienen un itinerario fijo que recorren dentro de los límites de su territorio y dejan sus marcas de olor en muros, vallas, zonas de hierba y cualquier otro lugar que pueda ser ‘etiquetado’ con sus chorros de acre orina. En otras partes, las marcas son diversas frotando la barbilla para esparcir en sitios estratégicos las secreciones de unas pequeñas glándulas ubicadas alrededor del hocico. Arañando árboles, postes, neumáticos, etc. No sólo afila las garras, sino que también deja marcas olorosas por medio de las glándulas sudoríparas en la piel de las patas. Cada marca de olor tiene una nota característica que pueden ‘leer’ los demás gatos de la zona. El próximo gato que pase sabrá quién y cuándo estuvo allí antes, además de determinar su sexo y su disposición al apareamiento. El segundo gato debe dejar su propia marca olorosa para cubrir la que encontró. De este modo se pueden compartir territorios sin mayores confrontaciones”. Los topos se apoderan de su territorio cavando con sus uñas galerías subterráneas. Los castores transforman el suyo con construcciones admirables. Algunos insectos convierten en su territorio a otros seres vivos: plantas y animales, y acaso todos vivimos en un monstruo viviente como descubrió el ocultista inglés Robert Fludd que era la tierra, “cuya respiración de ballena, correspondiente al sueño y la vigilia, produce el flujo y el reflujo del mar”. La anatomía, la alimentación, el calor, la memoria y la fuerza imaginativa y plástica del monstruo, refieren Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero en el Manual de zoología fantástica, fueron estudiados por Kepler.

Algo ha quedado de los imperios antiguos: vestigios arquitectónicos, utensilios cotidianos, tumbas, historias y conjeturas, algunos nombres, idiomas que acaso no han dejado de crearse. La conquista del Oeste, convertida en épica por el cinematógrafo, fue una búsqueda y una lucha por el territorio que derivó en la fundación de ranchos, rancherías, ciudades. Quizá la ciudad es una de las formas que ha hallado el hombre para ganar y marcar territorio. Algunas se la han ganado al mar; otras, a ríos, pantanos y lagunas; muchas, a bosques y montañas; no pocas, a otras ciudades.

Como los gatos, las ratas y cierta maleza, en las ciudades, también el hombre busca e intenta preservar su territorio: un lugar donde dormir, una mesa en que comer (a veces en un restaurante), una butaca en el cine. La lucha puede sostenerse asimismo por una esquina como, por ejemplo, la de ciertos vendedores callejeros y, dicen, ciertos agentes de tránsito, o por el predominio de algún barrio o varios barrios como en Pandillas de Nueva York de Herbert Asbury, reescrita en parte por Borges y convertida en película por Martin Scorsese. Quizá ambas luchas; la comercial de la esquina y la de la pandilla por el dominio de la calle, devinieron el origen de la guerra por el territorio del crimen organizado, que también fue convertida en épica por el cinematógrafo y que parece haber deparado otra guerra mundial.

Como mucho de lo que los clásicos llamaban “el hombre”, como demasiado de los que los modernos denominan “ser humano”, la mecánica también ha terminado por determinar su pelea cotidiana por el territorio y acaso por su vida. Para ganar territorio ha recurrido, entre otros inventos tecnológicos, al automóvil, el cual domina muchas ciudades hechas calles, puentes y segundos pisos y pasos a desnivel y “deprimidos” asfaltados. En ese asfalto, regulados maquinalmente por semáforos, los seres humanos tratan de ganar terreno, de avanzar con el freno y el clutch un centímetro, de no dejar pasar a nadie, de “echar lámina”, como se decía antes de que la usura convirtiera la lámina en cartón.

Para ganar terreno, los automóviles son cada vez más inverosímilmente ingentes, las camionetotas, como las que usan los políticos y los narcotraficantes, son cada vez más amedrentadoras y luchan con las bicicletas presuntuosamente contra el caminante, que no renuncia a su condición pedestre.

Y, sin embargo, como lo corroboró Joseph Roth en Astracán, siempre predominan las moscas: “Son completamente inútiles, no son una mercancia, nadie vive de ellas, ellas vicen de todos”.

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