Cuando el vendedor de caballos Michael Kohlhaas se convirtió en salteador y asesino por su excesivo sentido de la justicia, refiere Heinrich von Kleist en una novela, sólo Martin Lutero pudo aplacar su ira y su fervor de venganza contra Wenzel von Tronka que había ultrajado dos de sus caballos que le había dejado en prenda por un pase ilícito que pretendía cobrarle. Kolhaas se había acogido a su Iglesia incipiente y decidió ir a verlo en Wittenberg, disfrazado de campesino, al leer un bando firmado por Lutero que comenzaba: “Kohlhaas, tú, que te consideras llamado a empuñar la espada de la justicia, ¿cómo te atreves a ello, temerario en delirio de ciega pasión, cuando has cometido las mayores injusticias?”

Lutero lo rechaza espetándole: “Tu aliento es la peste y tu presencia es corrupción” y le niega la eucaristía porque Kohlhaas se rehusa a perdonar a Wenzel von Tronka. Sin embargo, accede a intervenir con el príncipe Elector de Sajonia para que se le haga justicia, aunque en su carta, Lutero menciona la amenaza que puede representar Kohlhaas y “ante una situación tan poco común, habría que dejar de lado los escrúpulos que implicaría negociar con un sedicioso”.

En La pulga de Lutero, un texto que podría considerarse apócrifo, Ernst W. Heine refiere que “mientras iba copiando un escrito de Lutero, un monje anónimo del siglo XVI descubrió entre dos páginas manuscritas una pulga que supuso muerta por el mismísimo maestro. Tomó entre sus dedos aquel insólito hallazgo, la encoló con sumo cuidado en un pergamino y debajo escribió: ‘Pulga hallada en la página correspondiente al 5 de abril de 1525 del cuaderno de apuntes dedicado a los profetas’”.

Una pulga, sostiene Heine, sólo se advierte cuando se es víctima de uno de sus ataques sanguinarios, por lo que puede inferirse que el ejemplar de ese insecto “todavía tenía clavada su trompa en las carnes del insigne reformador” antes de expirar.

Según el relato de Heine, esa pulga volvió a descubrirse en 1989, amortajada en ese manuscrito y el estudio de la sangre luterana reveló que se trataba del grupo sanguíneo O, factor Rh positivo y que contenía una alta concentración de ácido eicosapentaenoico. Una dieta basada en el consumo casi exclusivo de pescado, puede producir el aumento de los valores de ese ácido.

Heine recuerda que Lutero no ocultaba una gran pasión por la comida y que por una carta a Phlipp Melanchton, “sabemos que uno de sus platos preferidos era la carpa lisa guisada con raíces y servida con una salsa de cerveza y pan de especias desmenuzado. Ante ese plato, el reformador era capaz de desarrollar un apetito insaciable, llegando a comerse hasta cuatro carpas seguidas. Incluso se rumoreaba que en ocasiones había llegado a devorar siete”.

De los diversos retratos de Lutero, Heine infiere que “padecía adiposis y estreñimiento” y reparaba en que “mostraba una relación curiosamente íntima con sus intestinos. Las cartas dirigidas a sus padres están plagadas de detalladas referencias a sus deposiciones y sus constantes flatulencias, que incluso solía utilizar en su lucha contra el mal”. Finalmente sentencia que “la historia de Occidente habría tomado otros derroteros si, en lugar de reformar a la Iglesia, Lutero se hubiera dedicado a reformar su dieta”.

En un libro sugerente y riguroso, Lutero en el Paraíso, Alicia Mayer ha rastreado la sombra de Lutero en la Nueva España. Entre muchas otras cosas, ha indagado su presencia “en pluma y pincal barrocos” y no ha podido dejar de detenerse en Carlos de Sigüenza y Góngora y en Sor Juana Inés de la Cruz.

Mayer considera que de Sigüenza y Góngora “revela, de manera espectacular, la toma de conciencia criolla, reflejada en un incipiente ‘nacionalismo’, aunque no había aún el concepto de nación mexicana que abarca a todos los grupos étnicos y clases”, sostiene que “en un complejo mecanismo psicológico, el criollo verá a Lutero como un enemigo de su patria al hacer suyos los postulados políticos de España” y afirma que “logra condensar en lenguaje barroco la lucha contra la herejía”. Como ejemplo cita algunos versos de su poema “Primavera indiana”, publicado en 1668:

Ahora, que el Danubio proceloso

Entrega al mar Heréticas raudales,

Siendo veneno lúgubre horroroso

Los que primero cándidos cristales,

Y el Águila Alemana, al luminoso

Planeta de la Fe, niega Imperiales

Obsequios, mendigando entre pavores

Funesto horror en vez de resplandores.

Quizá influida por Francisco Suárez, que creía que “un pequeño error filosófico puede ser semillero de las peores desviaciones teológicas”, Sor Juana Inés de la Cruz defendía al Concilio de Trento, aludía a Lutero al decir que “un necio grande no cabe en sólo la lengua materna” y volvía a asegurarle a los herejes que “hace daño el estudiar, porque es poner espada en manos del furioso; que siendo instrumento nobilísimo para la defensa, en sus manos es muerte suya y de muchos. Tales fueron las Divinas Letras en poder del malvado Pelagio y del protervo Arrio, del malvado Lutero y de los demás heresiarcas”.

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