Entre las noticias que proceden del Evangelio, la matanza de los inocentes no parece la menos conocida. Según San Mateo (2.1.18), el rey Herodes se enteró por unos magos que venían de Oriente del nacimiento de Jesús cuando “se presentaron en Jerusalén diciendo: ‘¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarlo”’. Herodes llamó aparte a los magos “y por sus datos averiguó el tiempo de la aparición de la estrella. Después los puso en camino de Belén diciéndoles: ‘Id a informaros bien sobre ese niño; y cuando lo encontréis, comunicádmelo, para ir también yo a adorarlo’”. Después de adorar al niño, “avisados en sueños que no volvieran donde Herodes, se retiraron a su país por otro camino”.

Cuando ya el Ángel del Señor había advertido en un sueño a José de que huyera a Egipto con el niño y su madre, “Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que habían averiguado los magos. Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías:

Un clamor se ha oído en Ramá,

llanto y lamento grande:

es Raquel que llora a sus hijos,

y no se quieren consolar,

pues ya no existen.”

No deja de resultar paradójico que el día que no sólo la Iglesia ha consagrado a esos santos niños inocentes, también se dedique a engañar al prójimo como una broma. Sin embargo, un niño inocente puede convertirse asimismo en un Ángel Exterminador.

El primero de los procesos célebres que André Gide reunió en Ne jugez pas fue el Affaire Redureau, traducido por Inmaculada Pantoja y Mateu y editado por Tusquets con el título El caso del inocente niño asesino. Se trata del caso de Marcel Redureau, un joven de 15 años de edad, al que su maestro de escuela, el señor Béranger, consideraba: “De inteligencia media, siempre se ha comportado bien. Era un buen alumno que me causaba buena impresión. Cuando recibía una reprimenda, no se sublevaba nunca. Era un niño muy dócil”. Había trabajado como pastor con su tío, Louis Bouyer, agricultor de Boronière, a 2 kilómetros de Landreau. “Bastante prudente, ni perezoso ni rencoroso, su tío lo tuvo durante tres años a su servicio y no hacía más que felicitarse por ello”.

Su padre aseguraba que “era tan miedoso que no se atrevía a salir de noche”.

En junio de 1913, Marcel Redureau empezó a trabajar en la finca del matrimonio Mabit, agricultores en Charente-Inférieure. Reemplazaba a su hermano mayor que cumplía en Argelia con su servicio militar. Su salario anual era de 360 francos.

Meses después, el 30 de septiembre, cuando trabajaba con su patrón el lagar, Mabit advirtió que su sirviente trabajaba con desgana, por lo que le dijo que desde hacía días estaba descontento con él.

“Irritado Redureau por la observación, bajó del lagar y, armándose de un bastón de madera, especie de maza larga de unos cincuenta centímetros que encontró al alcance de la mano, descargó varios golpes en la cabeza de su amo que, soltando la barra, se desplomó lanzando gritos. Dándose cuenta de que aún vivía, Redureau tomó una enorme cuchilla, que en el campo se conoce con el nombre de podadera de uvas” y “le abrió la garganta a su amo que agonizaba y que no tardó en expirar”.

Luego, al dirigirse a la cocina para dejar la linterna, se encontró a la señora Mabit que hacía labores de costura con Marie Dugast, la sirvienta. “Redureau tomó la resolución de suprimir a todos los testigos del crimen, para segurar su impunidad”, por lo que degolló a la señora Mabit, a Marie Dugast, a tres de los hijos del matrimonio Mabit y a la abuela.

André Gide, que convierte un caso policial en un texto lúcido y conmovedor, sostiene que “los móviles de ese acto abominable no son ni la avaricia, ni la envidia, ni el odio, ni el amor contrariado, ni nada que se pueda reconocer y catalogar fácilmente”. Entre otras conjeturas, sugiere que la influencia del miedo lo indujo a perpetrar esos crímenes. “He podido observar, educando a un cachorro nervioso, cómo con la mayor naturalidad el miedo se transformó en él en maldad. El perro, que se sobresaltaba al menor ruido, se ponía al acto a la defensiva... No me cuesta creer pues que en el caso de Redureau, fue el miedo lo que le hizo perder la cabeza”.

Los niños devotos que peregrinan al templo de Sabaneta para adorar a la Virgen María Auxiliadora, sin embargo, no tienen miedo. En La Virgen de los Sicarios de Fernando Vallejo, el narrador refiere que entre la multitud anodina de viejos y viejas buscó a los muchachos y pululaban; eran sicarios. “Dicen los sociólogos que le piden a María Auxiliadora que no les vaya a fallar, que les afine la puntería cuando disparen y que les salga bien el negocio. ¿Y cómo lo supieron? ¿Acaso son Dostoievsky o Dios padre para meterse en la mente de otro?”

Esos niños, esos muchachos matan por encargo y están destinados a que los maten.

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