“El camino del Paraíso conduce al pecado”, está escrito en un manuscrito atribuído a San Cirilo de Heliópolis que se conserva en el monasterio de Sankt Gallen. “El principio de ese camino puede hallarse en cualquier parte pero conduce al mismo lugar: el Árbol de la Ciencia del bien y del mal y el más astuto de todos los animales del campo: la serpiente”.

Cada camino ofrece un misterio. El descubrimiento de un camino importa un asombro que incita a la curiosidad que imagina los lugares a los que puede conducir, su trazo, los riesgos, las hospitalidades y los imponderables que puede deparar. Don Quijote sabía que todo camino puede convertirse en aventuras que a veces se resguardan en las conversaciones circunstanciales que ocurren en las tabernas y posadas que conforman asimismo un camino, el cual puede estar habitado por personajes inverosímiles o amenazado por criminales que han sido llamados “salteadores”. Hay caminos que se sospecha abandonados y otros que parece que no conducen a ninguna parte. Hay caminos que representan una iniciación y caminos fantasma. Hay caminos arcanos y hay atajos. También se cree que algunos caminos han desaparecido. Pero ningún camino desaparece; sólo se mantiene oculto.

Los caminos se crean naturalmente. Las cabras y las mulas suelen adivinarlos en montañas escarpadas. “Su creación”, escribió Lezama Lima en la “Rapsodia para el mulo”, “su segura marcha en el abismo”. Como en Beowulf, recordaba Borges, una de esas menciones enigmáticas a las que recurrían en Islandia los thulir o rapsodas y que se conocen como kenningar, alude al mar como “camino de las velas”. Sin embargo, sólo a los iniciados les ha sido dado conocer ese camino por el que erró Cristobal Colón sin saber que revelaba una de sus bifurcaciones infinitas como las de un laberinto. Fueron los camellos, sostiene una leyenda persa, los que descubrieron los caminos que ocurren en el desierto. También los ríos pueden convertirse en caminos. Al barón Alexander von Humboldt le desconcertaba la ausencia de ríos navegables y la escasez de agua en la Nueva España.

El primer camino todavía persiste en Armenia y su principio se halla en los montes de Ararat, donde varó el arca de Noé después del diluvio. Hay quien sostiene que ese camino conduce a Belén y a Jerusalén y al Gólgota.

“La cosa de la tierra”, escribió Álvaro Cunqueiro, “su fruto más destinado a morir y perderse, más todavía que el peregrino o el nocturno viajero, es un camino. Si estables son los caminos, si permanecen sobre la costra terrenal, no es tanto, digo yo, por memoria que ellos tengan, cuanto que por ellos pasó un día cierto viajero cuyos pasos son imborrables. El camino de Emaús, ¿cómo osaría perderse, huir, desaparecer? Los caminos están puntuales en la mañana aguardando los pasos del caminante como un viejo can la caricia en el lomo por la mano del amo concedida...”

Al Masudi sugiere que los caminos están destinados a morir en una ciudad. Sin embargo, las ciudades también están hechas de caminos que no dejan de transformarse y que resultan varios: algunos parecen gratos y hospitalarios, con palmeras, árboles y, a veces, flores; otros se adivinan agrestes, no pocos se sospechan errados y muchos despiertan indiferencia porque son idénticos a muchos otros, por lo que no es infrecuente el temor de perderse en ellos.

Como cada camino, los que se van intrincando en las ciudades tienen sus habitantes: los que acostumbran recorrerlo consuetudinariamente, los paseantes, los que vagan en él, los comerciantes que aguardan a su vera, ciertos animales no pocas veces perdidos, sus peregrinos, los que viven en sus bordes, sus salteadores. Sus habitantes pasajeros abundan y se acrecientan y han terminado por recurrir a las máquinas que parecen deter-minarlos y los van volviendo sórdidos e intransitables.

Y a pesar de que en las ciudades la vida se desgasta en los caminos, se reducen a calles cada vez más inhóspitas que suelen conducir a calles similares de concreto que conducen a su vez a otras calles semejantes que parecen no conducir a ningún lugar y de las que acaso resulta imposible salir.

También hay caminos fantasma. Juan Rulfo sabía que en las calles de los pueblos abandonados rondan, como el viento, las voces de sus habitantes.

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