En el mundo de la comentocracia —como en el de la política y el espectáculo— abundan las falsas apariencias y la simulación, en tanto sobra la vanidad y la capacidad de autocrítica.

Hace unos días llegó hasta mis manos un estimulante texto del investigador Mauricio Tenorio Trillo, de la División de Historia del CIDE, donde se resaltan —en una inusual y valiente primera persona del plural— muchos de los vicios de un sector al que se refiere como “los académicos públicos”.

Académicos públicos en el México biecentenario, publicado en la revista Política y Gobierno (https://bit.ly/2wc8T04), es una crítica a todos los que, siendo académicos, aparecemos comúnmente en los medios de comunicación para hablar de una larga serie de temas, unas veces de nuestra especialidad, aunque muchas otras de asuntos que escapan a nuestro campo del conocimiento.

Los grandes consorcios radiofónicos y televisivos o los grupos editoriales ofrecen a la intelectualidad pública una serie de oportunidades que han permitido a este sector convertirse en una mercancía donde no solo cotizan “su firma y sus textos”, sino también “su asistencia a cualquier parte”.

Estos académicos, dice Trillo en el estilo mordaz que lo caracteriza, “venden no tanto lo que tienen que decir, lo cual a veces es insignificante, sino el aura de su presencia”.

“Cuando uno es académico y es público”, reflexiona también, “se ve forzado a hablar de lo que sea, porque mientras más éxito se tenga por fuerza se es menos especializado”. Con ello, “se tiene menos tiempo para leer y enseñar”. Por eso el autor apunta que “aunque mantengamos un pie en la vida universitaria, la fama pública nos obliga a la esclavitud de las dos g: la grilla y el Google”.

La primera es necesaria para obtener información que lo distinga a uno en sus columnas, la segunda lo es para poder hablar de una larga serie de temas que escapan nuestro conocimiento.

La gran paradoja de los académicos públicos, según Trillo, es que a medida que su éxito público es mayor, menos incentivos tienen para dedicarse a la enseñanza. Ello genera que en el sistema educativo mexicano los “mejores” enseñen poco o nada. Y como el sistema académico obliga a publicar mucho y cumplir con “innumerables rituales absurdos”, pareciera que se vuelve inevitable “la tentación de las luces, los micrófonos, las cámaras y la grilla”.

Al final del día, creo que los académicos públicos se ubican en la intersección entre la academia y el periodismo, sin ser exclusivamente académicos ni exclusivamente periodistas. Aún así, creo que este sector cumple un papel relevante: por un lado, permite hacer más accesible el conocimiento especializado y que éste logre salir del reducido mundo de los cubículos y aulas universitarias. Por el otro, facilita la diseminación del conocimiento y, eventualmente, puede enriquecer el debate público.

Aún así, la labor de los académicos públicos plantea una serie de interrogantes sobre las que valdría la pena reflexionar. Por un lado, ¿qué es lo que hace que la academia no parezca ser suficientemente atractiva? ¿Será su excesiva rigidez y burocratización? ¿Su desconexión con el mundo real?

Cabe también preguntarse, qué es lo que ha hecho que los académicos públicos parezcan “necesarios”. ¿Será que de alguna forma están sustituyendo labores que en nuestro país deberían estar haciendo el periodismo de opinión o incluso de investigación?

¿Y la televisión? ¿Tendrá también una responsabilidad en presentar como expertos a quienes no necesariamente lo son?

Los propios académicos públicos también debemos llamarnos a la reflexión. Para comenzar, debemos hacer un esfuerzo por hablar preferentemente de los temas que mejor conocemos, alejarnos de los que claramente desconocemos y, cuando eso no sea posible, aproximarnos a lo menos conocido con más modestia y humildad de la que generalmente nos caracteriza.

@HernanGomezB

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