Fue hace una década. Policías federales detuvieron a Arnoldo Rueda Medina, La Minsa, uno de los principales jefes de la Familia Michoacana. Mientras lo trasladaban a la comandancia de la Policía Federal en Morelia, un convoy atacó a los agentes a tiros y granadazos.

Minutos más tarde al menos 30 camionetas con hombres armados rodearon la comandancia. La consigna era entrar a toda costa y liberar al capo. Los sicarios ignoraban que La Minsa ya no estaba ahí, sino de camino a la PGR. La balacera, sin embargo, fue bestial. La comandancia quedó destrozada, varios federales resultaron heridos.

La Familia Michoacana le declaró la guerra a la corporación. Sus elementos sufrieron ataques y emboscadas. Las bases repartidas a lo largo del estado tarde o temprano fueron acribilladas. 12 federales murieron en pocos meses.

En la PF, el siguiente objetivo era Servando Gómez, La Tuta. La división de Inteligencia, encargada del operativo, ubicó el domicilio donde vivía la madre del capo en Arteaga.

Un grupo de jóvenes agentes que se hicieron pasar por estudiantes rentaron una casa contigua al domicilio. Desde ahí comenzaron a filtrar datos invaluables sobre La Tuta y su operación, hasta que la madre del capo los descubrió y delató (alguien me relató que la mujer vio desde la azotea a uno de los agentes con un arma larga; otra versión indica que lo vio bajar de un auto con el arma).

En todo caso, los federales fueron torturados pavorosamente y más tarde asesinados. La Tuta subió el video de la tortura a Youtube. Fragmentos de esa locura bestial de seis eternos minutos fueron difundidos por los medios. Una mañana de julio, los cuerpos de los 12 federales aparecieron desnudos y apilados en la carretera Siglo 21. Les dejaron un letrero: “Los estamos esperando”.

Tras una ceremonia fúnebre cargada de emociones, un grupo de mandos de la PF juró que La Tuta pasaría el resto de su vida en la cárcel. Comenzó un trabajo de inteligencia que tomó años. Solo entre 2014 y 2015, mil 500 miembros de la Familia Michoacana fueron detenidos.

Cuentan que una joven agente recopilaba en su computadora la información que las diversas divisiones de la Federal iban recogiendo. Se trazaron círculos familiares, domicilios, organigramas. Se tuvo registro de las personas que La Tuta había conocido desde niño.

Los investigadores supieron que La Tuta se había aislado porque desconfiaba hasta de su propio círculo. Vivía en cuevas en la sierra, huía continuamente hacia las montañas.

Una tarde, una mujer que años atrás había estado ligada sentimentalmente con el capo, y que ahora lucía cirugías plásticas y camionetas de lujo, fue a comprar un pastel de cumpleaños. La joven agente que concentraba los datos de inteligencia miró el calendario. Aquel día era precisamente el cumpleaños del capo.

A La Tuta lo detuvieron en la banqueta, cuando salía, con el rostro cubierto, de un domicilio. “Cuando vi que eran federales, pensé que iban a matarme por lo que les hice”, le dijo a los elementos que lo capturaron. Hoy, La Tuta tiene que pasar, en efecto, el resto de su vida en la cárcel.

Fue la Federal quien detuvo al Chapo Guzmán (en una escena de película, dos o tres agentes se encerraron con él en un hotel en tanto llegaban refuerzos, mientras un convoy de 40 camionetas repletas de narcos salía al rescate de su jefe). La Federal —de entre una lista tan larga como la llamada lucha contra las drogas— detuvo también a La Barbie; a Vicente Carrillo Fuentes; al colombiano Harold Poveda; a Carlos Montemayor, El Charro; a José Jorge Balderas, El JJ; al líder del Cártel de Acapulco, Víctor Hugo Aguirre, El Feo.

Detuvo también a Doña Lety, la mujer que manejaba el narcomenudeo en los hoteles de Cancún, y detuvo incluso al Betito, el sanguinario líder del la Unión Tepito.

El Estado mexicano invirtió a lo largo de dos décadas en la profesionalización de ese cuerpo, en la especialización de cada una de sus divisiones (científica, antisecuestro, antidrogas). En esas divisiones existen historias —muchas de ellas han sido narradas en este espacio—, que revelan el compromiso, y de algún modo, la entrega de los federales.

Hoy, más de 40 mil agentes se encuentran en la incertidumbre: se ha anunciado que su experiencia policial será tirada a la basura, que de nuevo habrá que comenzar de cero, que todos ellos se echaron a perder.

“No me he vendido, no me han comprado, ¿dónde va a quedar mi trayectoria?”, me escribe un agente que formó parte del grupo que detuvo a La Tuta.

Nadie lo sabe. Tal vez ni siquiera los que están llevando a cabo la militarización constitucional de la seguridad en México.

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