Unas bolsas humeantes fueron halladas en el municipio de Chilapa el domingo pasado. Contenían ocho cuerpos despedazados. Dichos cadáveres se sumaron a lo que los medios llaman “La lista de la muerte”: una relación que contiene los nombres de más de 200 personas asesinadas en aquel municipio de Guerrero en lo que va de 2017.
 

Chilapa es la versión contemporánea de un relato de vampiros. Las calles quedan abandonadas después de las cinco de la tarde. El transporte público desaparece. Los comercios cierran. La gente se mete en sus casas y no vuelve a abrir la puerta sino hasta la mañana siguiente.
 

Las escuelas permanecen cerradas desde hace más de un mes. En los centros de salud el personal no se presenta a trabajar.
 

Hace unos meses se registró un éxodo masivo de habitantes: se había anunciado a través de las redes sociales que los grupos criminales que se disputan el control de la región iban a desatar una carnicería: el pasado mes de junio, unas 800 personas huyeron en unas horas.
 

En 2015, unas 300 personas armadas ingresaron en Chilapa en busca de Zenén Nava Sánchez, el líder de Los Rojos. Lo buscaron durante días en la cabecera municipal y sus alrededores, y de paso detuvieron y desaparecieron a decenas de personas.
 

Aunque se presentaron como integrantes de una policía comunitaria (“Por la Paz y la Justicia de Chilapa”), su verdadero objetivo se reveló poco después: colocar el municipio bajo el control de una organización peleada a muerte con Los Rojos: Los Ardillos.
 

A finales de 2008, elementos de la entonces Secretaría de Seguridad Pública llegaron a Guerrero a investigar un caso de secuestro. Detuvieron a un hombre de 64 años: Celso Ortega Rosas, El Ardillo.
 

Según la SSP, Ortega Rosas llevaba dos décadas liderando a un grupo de secuestradores y narcotraficantes que operaban en Quechultenango. Rosas fue acusado de haber asesinado y calcinado a dos agentes de la PGR. Se le acusó de una larga serie de extorsiones y despojos.
 

Salió libre, sin embargo, en 2011. Días después fueron a buscarlo a su casa, y lo acribillaron.
 

Sus hijos, Celso e Iván Ortega Jiménez, rehicieron “el minicártel” de su padre y lograron apoderarse a sangre y fuego de diez municipios guerrerenses. Son hermanos del ex alcalde de Quechultenango, ex diputado local y ex presidente de la Comisión de Gobierno del Congreso de Guerrero, el perredista Bernardo Ortega Jiménez.
 

El colectivo Siempre Vivos, que exige castigo para los responsables de cerca de 500 asesinatos y 150 desapariciones ocurridos en Chilapa en los últimos cuatro años, sostiene que Los Ardillos afianzaron su poder durante el tiempo en que su hermano Bernardo gobernó Quechultenango.
 

El perredista, cercano al ex gobernador Ángel Aguirre, y amparado por el Grupo Guerrero, que dirige David Jiménez Rumbo, declaró en una entrevista en la que le preguntaron si sus hermanos eran narcotraficantes: “No lo niego. No me consta ni lo niego. Quiero decir que no lo afirmo, pero tampoco lo niego”.
 

Poco después se deslindó con esta frase: “No soy responsable de las acciones que ellos realicen”.
 

Aunque fuerzas federales fueron destacadas en Chilapa, nada altera la realidad sangrienta: 85 asesinatos brutales en 2016. Al 7 de noviembre de 2017 se contabilizan más de 200. Todos cometidos de la misma forma: cuerpos calcinados, desmembrados, metidos en bolsas.
 

El lunes pasado, en los alrededores de la cabecera municipal, se registró un tiroteo, con armas de alto calibre, que duró más de una hora. La policía estatal hizo acto de presencia dos  horas después. No logró un solo detenido.
 

Cuatro años más tarde, Chilapa sigue siendo una tierra sin ley.
 

En los últimos dos días he presentado, brevemente, la galería siniestra de Guerrero, en la que penden los perfiles generadores de violencia de Isaac Navarrete Celis, líder del Cártel del Sur; de Zenén Nava Sánchez, jefe de Los Rojos; de Johnny Hurtado Olascoaga, El Pez, líder de La Familia Michoacana, y de Raybel Jacobo Almonte, cabecilla de Los Tequileros.
 

En ese coctel de sangre participan activamente Celso e Iván Ortega Jiménez, y su grupo, Los Ardillos.
 

Todos ellos mantienen a 45 municipios del estado de Guerrero bajo un clima de violencia nunca vista. La versión contemporánea de Drácula, con un clima de sangre y de cuerpos metidos en bolsas de plástico humeante. 

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