Leí en el último número de la revista The New Yorker un formidable ensayo de Jill Lepore sobre Frankenstein o el moderno Prometeo, esa novela que después de una atribulada pesadilla confeccionó hace dos siglos la genial joven inglesa Mary Shelley.

Es formidable enterarse, por ejemplo, de que hay un “Frankenstein Bicentennial Project”, en el que se analiza la relación de la novela con la robótica y la inteligencia artificial, y que somete a pesquisas éticas a la vanguardia científica, comparándola con el bien intencionado Dr. Victor Frankenstein, el alquimista hermético, químico audaz y maestro electricista que decidió, como todos los revolucionarios, crear al “hombre nuevo”.

Y leyendo eso me perdí en una lucubración… Acometiendo la apretada síntesis, Frankenstein es más una novela sobre ese científico que sobre su monstruo sin nombre, aquel al que el público —sobre todo después de las películas— acabó llamando como a su ingeniero, a pesar de que en la novela sólo se llama, si bien le va, “la creatura”, “el aborto”, “el demonio”, “el espectro”, “el ser” o ya francamente, “la cosa”.

En efecto, el Dr. Frankenstein desea emular a Prometeo, el remoto titán genésico que cometió la osadía de crear a los humanos y luego tuvo el mal gusto de darles el fuego, protegerlos y alimentarlos y enseñarles el camino del amor y de la honestidad y el perdón y el desprendimiento y otras cosas lindas. (Fracasó, como se sabe, y acabó surtiendo hígado.)

Pues así el Dr. Frankenstein, que quiere crear a un hombre libre de los defectos y las pasiones torcidas de la humanidad promedio. Se encierra en su laboratorio entre retortas, fórmulas y ecuaciones hasta que logra, con sudorosos experimentos galvánicos, reanimar la materia inerte. Y entonces decide construir a su humanoide.

Para lograrlo, el científico recorre panteones pepenando brazos, escarba tumbas buscando músculos, hurga morgues en pos de órganos, del rastro extrae fémures y pantorrillas, roba cachos de humano de los anfiteatros donde se imparten clases de anatomía. En fin: un asco. (Sobre los órganos más privados sólo existe la versión de Mel Brooks, que bien puede ser espuria.)

Pero este batidero es para una buena causa: cuando la termine, la “criatura” traerá no sólo tecnología de punta, sino un sistema de valores morales superiores, gobernados por el amor al prójimo, la bondad intrínseca y un innato impulso a la felicidad basado en la justicia social y la honestidad individual, etcétera.

Y ahí está el tenaz Dr. Frankenstein, esmerado en llevarlo todo a un final sexenal feliz. Está consciente de que hay cierta discordia en el método. Pegotear partes disímbolas es una empresa de naturaleza mecánica, y difícilmente un mecanismo podrá graduarse organismo. Pero nada lo desanima: la ciencia y la filosofía moral han de triunfar.

Pero el experimento, caray, no le sale muy bien. El resultado es dos y medio metros de fealdad, un caos de deformidad y un himno a la contrahechura. Un “engendero” con su triste cabezota amarillenta, mal atornillada a unos hombros de ropero.

Y sin embargo, el engendro tiene buen corazón. Es honesto y valiente, y mucho quiere amar al prójimo y que lo amen, y ser feliz con sólo lo necesario. Pero se apercibe de ser un galimatías biológico, una ensalada de ideas y valores contradictorios, retacados en un cuerpo que no soporta estar fabricado de tantas piezas disonantes. Como da miedo y nadie lo quiere, decide vengarse. Organiza una manifestación y quema edificios, mata a algunos, lanza un pliego petitorio exigiendo que le hagan una esposa para irse en paz al sur bolivariano. Pero como el doctor se niega, le mata a la esposa, y luego le mata a su padre y todo es un sanseacabó.

El científico se percata de su error demasiado tarde. ¿Cómo pudo ocurrírsele fabricar un organismo inarmónico, un pegote de pedazos adversarios que fingían ser una sola entidad? ¿Cómo pudo cometer la abominación de unir un cerebro populista con un hígado empresarial? ¿Pegar brazos de líderes sindicales seniles a axilas adolescentes? ¿Soldar pulmones norcoreanos línea de masas con intestinos evangélicos? ¿Ponerle piernas de futbolistas a nalgas ideólogas de ultraizquierda?

“Todo comenzó como esperanza —recapitula el pobre doctor Frankenstein al final. Ahora sólo hay remordimiento…”

Chin.

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