No logré escaparme: el hijito se empeñó y la mamá se puso de su lado y ahí vamos en busca de nuestras raíces. La idea de un par de horas sometido a la tortura de esos colores inflamados y supersónicos me aterraba, pero me ablandó que un par de amigos críticos de cine le hubiesen encontrado mérito. No pienso volver a dirigirles la palabra.

El guión es enmarañado, reincidente, lleno de falsos finales; la estética es estruendosa; la música, francamente trepidatoria (salvo la jarocha). En fin: una mezcla de religión y azúcar glass. Supongo que fui resistente a las “caricaturas” desde que se murió ante mis ojos infantiles la mamá de Bambi, hasta que, como a tantos, me curaron las películas de Hayao Miyazaki, tan delicadas y enigmáticas.

Alguna vez ya escribí que desde que nació mi hijito ya sólo voy al cine a ver películas infantiles. En ocasiones hasta lo llevo conmigo. Diez años de colores rajaretinas, historias melosas, personajes simplones y mensajes edificantes que me han averiado el sensorio. Pero esta tal Coco puede ser la peor. No dudo que tenga méritos técnicos y pericias digitales sin paralelo, pero yo no voy al cine a ver eso, como no quiero que me cuenten la biografía de mi ostión si estoy en la marisquería. Y estoy seguro de que seré insultado y tratado de “viejo” (ese racismo “normal”), pues según vi, los productores se jactan de que es la película más vista en la historia de México.

Me ha intrigado que se festeje que esta película aporte, se supone, una imagen adecuada de “lo nuestro”. Es curioso que haya desplazado de ese palmarés a las películas sagradas que, se suponía, estaban hechas de destilado de agave al cien por ciento, del ¡Qué viva México! hasta Nosotros los pobres o una de esas. (Y de la literatura no se diga: el viaje a la muerte no es ya el del hijo que busca a Pedro Páramo, sino el de un aprendiz de mariachi que busca a Pedro Infante.) Aunque, por otro lado, en el triunfo icónico de Coco celebro la tácita aceptación de que lo “nuestro” es siempre una artificialidad hechiza, una gesticulación a la vez falsa y verosímil.

La noción misma de verosimilitud debería quedar, obviamente, al margen: es una película “mexicana” de caricaturas hechas en Hollywood sobre “el más allá” sincrético donde ocurre buena parte de la acción. El “más acá”, claro, es igual de fantasioso. Un niño bolea zapatos en una plaza y su cliente es amable y bonachón. No existen. La familia del niño tiene una fabriquita de zapatos sin la CROC. No existen. Las mujeres de la familia no han sido maltratadas por los hombres. No existen. En la plaza del pueblo no hay narcos echando matona. Y así sucesivamente...

El “más allá” es mejor (o sea: peor). La idea de que al morir iremos a un “cielo” de nuestra propia nacionalidad es sadismo puro. ¿Cómo pudo alguien avisorar algo tan cruel? Con la novedad de que cuando se muera usted se va con sus vecinos, pero per secula seculorum. Porque uno supone que junto a esa mezcla de Mictlán, Guanajuato y Sanborns habrá infiernos internacionales, el viking o el griego, el Orto, un plácido Limbo, el Swarga Loka, el Yanna con sus huríes, los Campos Elíseos. Y no, al parecer si se es mexicano usted no entra al Paraíso y mira a Beatriz o a la Virgen, no: a usted le tocó Mictlán y María Félix. Next!

Es curioso que ese Mictlán sea tan eficiente y funcional. Todo lo que México no ha logrado en vida, llegará en la muerte: el metro funciona a la perfección; la burocracia es eficiente y no pide mordida; no hay partidos políticos; la gente vive en una mezcla de árbol de navidad con multifamiliar; no hay problemas con el agua ni hay Comisión Federal de Electricidad ni PEMEX; todo mundo es cordial y educado; no hay hambre ni enfermedad. Pero también hay cosas malas: hay diez bocinas per capita; México es como la colonia Doctores, pero fosforescente; seguirá habiendo ricachones que se construyen palacios de caramelo; los muertos de la mafia del poder van a seguir explotando a los muertos dignos, y lo peor de todo: todo mundo canta canciones rancheras en una eterna erupción de malvaviscos.

En 2013, las compañías Pixar y Walt Disney iniciaron proceso legal para registrar como propiedad privada “El Día de los Muertos” y todos sus derivados: los altares, el pan de muerto, los alebrijes y catrinas. Hubo una reacción tan adversa que suspendieron el trámite.

Ni falta que hacía. Lo consiguieron en 2017, sin abogados.

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