Sólo una vez tuve una oficina y fue, más bien, un cubículo. Trabajaba en ICA y no cumplía todavía los 23 años. Hacía cálculos y presupuesto de obras. Me había invitado a colaborar en la prestigiosa empresa constructora el ingeniero Luis Zárate Rocha, a causa de dos sencillas razones: porque el ingeniero Zárate era un hombre generoso y porque no logró prever que mi futuro ya había pasado y yo no podía más que llevar anormalidad e ineficiencia al edificio ubicado en la calle de Minería. Para fortuna de ambos renuncié a mi trabajo luego de seis meses después de haber sido contratado. Desde entonces jamás volví a tener una oficina, cubículo o ergástula donde escribir, trabajar o despachar asuntos importantes —ustedes saben que la importancia de mis asuntos es minúscula—. Escribo mis libros y columnas sobre la misma mesa donde como y recibo a mis amigos, escribo en la cama, en la cocina, el baño o en un bar. Me da exactamente lo mismo, mientras sienta que estoy retrocediendo y administrando las últimas migajas de mi talento; entonces el sol sonríe y hasta ese momento tengo la certeza de que el tiempo existe y de que una faca indomable corta y marca sin misericordia el pecho de un anciano. ¡Cuánta alegría! Aunque ustedes no lo crean es notorio o más o menos sencillo saber si alguien tiene una oficina: se advierte en sus movimientos, en su forma de tomar los cubiertos y mirar a su alrededor, en su manera de dirigirse a los meseros y quitarse el saco o la cazadora.

No considero mal que las personas posean o habiten una oficina; sabemos que es una costumbre necesaria, sólo quiero dejar constancia que quien posee oficina lo devela hasta en su forma de hablar. Yo he tenido la experiencia de estar en algunas muy grandes y espaciosas. La oficina de mi tío Uriel —cuando ocupaba el cargo de contralor general en la Secretaría del Trabajo y Previsión Social— me impresionaba por su extensión y su mobiliario de caoba reluciente. Entrabas por la puerta (como acostumbra hacerse) y caminabas tantos metros hasta su escritorio que terminabas exhausto. Cuando llegabas hasta su persona habías perdido el habla. Cada paso que dabas para llegar a él se convertía en toda una vida. La mayoría de los políticos deberían tener su oficina en un camellón o en la acera y atender los asuntos civiles desde allí, aunque es posible que terminen colgados de un árbol por algunos ciudadanos poco juiciosos y muy impulsivos. En los bares donde acostumbro ir a escribir los meseros me atienden bien porque saben que soy un ave rara y eso les da pretexto para la charla. Además pretenden que mi economía está más cerca de la suya que la del patrón. Cuando acudo a bares o tabernas desconocidas los meseros siempre me tratan mal en un principio, me miran de reojo y plenos de desconfianza; mis libros, lápices y cuadernos despiertan sus sospechas; después se conforman, y si vuelvo dos o tres veces más se percatan de que yo jamás les haría daño ni los defraudaría porque no acostumbro emborracharme en una cantina: ello sería ordinario y absurdo. Puedo tomarme varios tragos e incluso sonreír y hacer bromas, pero no soy tan idiota como para perder mis sentidos en un bar rodeado de extraños. Los considero, a los extraños, hienas acechantes a punto de atacarme. A mi edad la única oficina perdurable y amable es el lugar donde escribo. El resto es miscelánea itinerante, balbuceo y estancia azarosa. Sé que a mi padre le habría gustado que tuviera yo una oficina, como todas aquellas donde él o su hermano despacharon sus asuntos cuando fueron importantes y dieron paso a familias numerosas que atender. Es posible que buena parte de la desgracia de este mundo sea debido a la existencia de oficinas, ¿cuántas maldades y crímenes de todo tipo no se han fraguado en estas infames cavernas?, ¿un hombre sin oficina es un hombre libre? No lo sé, depende de tantas variables y además yo no me atrevería a dar un juicio de tal naturaleza. Sería temerario y arrogante. Pese a ello, creo que un mundo sin oficinas es una utopía y por lo tanto su belleza es abstracta y deseable. También creo que los impuestos de los ciudadanos no deberían pagar las oficinas de los funcionarios públicos: ¡que trabajen en el bosque de Chapultepec! (la restauración de la fuente de Nezahualcoyotl ha sido un acierto), o en su casa; o en un parque público, al menos así les veríamos la cara.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses